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lunes, 11 de abril de 2011

Leo Burnett, David Ogilvy y Bill Bernbach se reunieron en un bar en Lima.



Anoche fui testigo de una conversación entre tres señores mayores de edad, amigos que, de no haber estado con unas copas encima, aseguraría eran Bill Bernbach, David Ogilvy y Leo Burnett.

No eran gerentes, tampoco directores, creativos o planners de las agencias que llevan sus apellidos ¡Eran ellos mismos! Lo sé porque he visto sus fotos en innumerables revistas y muchos videos en YouTube. Los sigo, los he seguido siempre. He tenido una especie de fijación con sus personalidades y lo que significaron para sus clientes y para la industria que creció detrás de ellos.

Sí, puede decirse que el influjo de un bar ruidoso donde el humo del cigarro, el sonido de las copas chocando con las botellas, la media luz y la conversación animada pudo haber nublado mi percepción. Sin embargo, ellos tres entraron a media noche, cuando el enorme reloj que se levantaba al costado del viejo piano marcó la hora, se sentaron en una mesa retirada de la barra y un mozo se acercó para servirles una generosa ración de bourbon.


Menos a David Ogilvy, que pidió scotch.


- Bill, cómo estás viejo perro, qué idea la tuya de venir a Lima a vernos las caras. - Leo Burnett lo miró con sus ojos viejos.  


- Era mi turno ¿no? - respondió William Bernbach con el vaso en la boca, sonriendo ante la ocurrencia de convocar la primera reunión en la provincia del mundo. 


- Deberías considerar su edad, ya no está para estos trotes - acotó irónico Ogilvy.


Rieron. 


- Cierto, pero el mundo ha crecido desde que no lo habitamos. ¿Has visto lugar más simpático que este?- preguntó el neoyorkino como excusándose.  


- Un algo de De Hems. - Olgilvy giró la vista y reconoció en sus muebles el viejo estilo victoriano del bar que lo había albergado en sus momentos de soledad. Se emocionó. Desde su muerte no había vuelto a regresar. 


- De Hems, qué lugar querido David, aunque sea holandés. - Leo le miró con ironía, complacido por el trato tan elegante y cortés que le daba aquel hombre treinta años menor que él y que ahora los cruzaba con su mirada.


- Cuando sea mi turno, los dos estarán obligados a tomar, junto a mis buenos amigos holandeses, esa crema negra y amarga irlandesa que calienta el estómago y afila la creatividad.


Chocaron sus vasos y los secaron de un trago.


David Olgilvy siempre había admirado a Leo Burnett, pero nunca se lo había dicho ¿Celos profesionales? No lo sabía, pero desde que no estaba en el mundo se había vuelto más sentimental.


- Estuvimos en tu discurso del sesenta y siete en Chicago.- dijo.


Bernbach miró sorprendido al británico, se suponía que jamás dirían algo al respecto. 
Leo levantó la mirada.

- Lo supe, siempre lo supe. No los vi, estaba muy emocionado, pero varios ayayeros se encargaron de subirme el ego con ese hecho. - Miró a Bill y movió la cabeza de la forma que más se parecía a Alfred Hichcock.


David llamó al mozo para que rellenara los vasos. Había pasado mucho tiempo desde que habían acordado visitar la Tierra y, ahora allí, cada uno tenía la sensación de una cómoda lejanía, como si fueran turistas en un mundo que no les pertenecía.

- Dime Bill, ¿Muy diferente las cosas a como las dejaste? preguntó Burnett con interés.  


- Las cosas cambiaron mucho desde tu partida - respondió.
Ogilvy alejó su silla de la mesa lo suficiente para cruzar sus largas piernas y colocar un puro en su boca.


- Surgieron cosas buenas y otras no tanto.


"Every Day" de David Matthews, comenzó a sonar y Bernbach tocó su oreja con el dedo índice para que pusieran atención. Asintieron: era buena música, sin dudas.


- La publicidad fue de las últimas - sentenció, cambiando el gesto en sus cejas. 


- Se convirtió en un tema financiero - dijo Ogilvy recordando el día que WPP compró su empresa. 


- ¿No hiciste eso por dinero?  - Leo era ácido, y sabía que picaba en lo más profundo de la esencia sajona. 


- Bueno, ser estudiante de Literatura no daba mucho, había que hacer algo para comer - retrucó Bernbach con los ojos brillantes al recordar sus primero años de trabajo. 

Eso lo sabíamos desde que la vieja McCann Erickson inventó el negocio. McCann, viejo astuto... pobre Alfred. - Burnett  suspiró y vio su rostro viejo reflejado en el vaso, a pesar que el tiempo ya no tenía sentido alguno. 


- No los conocí. 


- Yo tampoco. 


- Yo sí, la verdad es que tuvieron la intuición de comprender para dónde iba el mundo. 


- Bueno, sí. Convertirse en la empresa que sirve a sus clientes creando demanda para lo que ellos producen…- dijo Ogilvy que se conocía de memoria muchas de las sentencias famosas de los grandes de la publicidad. 


- Brillante - masticó Leo y miró con ojos de profesor a Bill. -Tú eres el mejor creativo que he conocido, pero estos señores crearon el negocio. A mí se me ocurrió un vaquero pasado en hormonas y tú, David, nos dijiste que nunca olvidásemos que la publicidad había sido creada para vender. Hicimos millonarios a nuestros clientes. Lo pasábamos bien, pero luego perdimos nuestra esencia.


Ogilvy soltó una bocanada larga y continuó.


- No sirvió de mucho.- La voz del británico comenzó a sentir el efecto del whisky y su acento comenzó a engolar el habla como la de su padre, que prefería el gaélico. -Ya, desde los setenta el asunto fue hacer comerciales ocurrentes.   


- "Cuando la sangre hierve, con cuánta prodigalidad presta el alma juramentos a la lengua; pero son relámpagos, hija mía, que dan más luz que calor”…- entonó Bill a Shakespeare.


- Tantos relámpagos que las compañías comenzaron a hacer lo que nosotros dejamos: diseño, investigación… ¡Resultados! …Conocer a las personas, todos los Mister Jones que compraban sus productos y servicios, los que les daban de comer - murmuró al final Burnett con la voz borrosa.


Los tres se quedaron en silencio, Bernbach miró su reloj y frunció el ceño. 


El más viejo se perdió en el pasado. Colocó sus manos sobre la mesa, las miró fijamente y las recorrió desde las uñas hasta la muñeca, una y otra vez mientras su memoria despertaba y lo situaba en Michigan, en su pueblito original, estudiando periodismo y trabajando en un periodicucho de Illinois, luego en Detroit haciendo sus pininos en Cadillac Motor Co. Y cuando fundó su agencia con ocho personas, las manzanas verdes y un cliente que confió ciegamente en él y al que le devolvió la ayuda con una de las mejores campañas del siglo. En su mujer que nunca había vuelto a ver después de su muerte. 


- Extremos peligrosos - interrumpió Olgilvy.  


- Se olvidaron de la gente. Se centraron en las marcas - dijo no muy convencido Bernbach que toda su vida había trabajado para que las marcas dieran qué hablar.  


- Bill, tú afirmaste que el chisme era el más poderoso medio de comunicación - dijo David. - El mundo cambió mucho y nosotros ya no inventamos nada fuera de lo convencional. Los gerentes y profesores de marketing nos reemplazaron. - Iba a pronunciar la palabra “consultor”, pero prefirió guardársela para no amargar la velada.  


- Una camada de muchachos emprendedores apareció y se convirtieron en los verdaderos creativos. Recuerdo a uno de apellido Jobs. Fue a mi oficina, tenía una idea que yo podría haber inventado, o ustedes, en otros tiempos. 


- Esa empresa revolucionó el mundo - precisó Bernbach, que la había visto crecer. - Creó un producto llamado “Manzana”. 


- Mis manzanas, maldito bastardo - ronroneó Burnett.


Rieron. 


Bernbach, recordó cuando llegó a su mente la idea que usaría para vender la marca alemana que había producido un auto en la época nazi a una sociedad neoyorkina boyante dominada por judíos. 


- Lo hicimos siempre, vivimos para eso,- murmuró Ogilvy que se iluminó como siempre lo hacía después de una divagación literaria. Recordó el bar de sus mejores conversaciones y se imaginó a George Sims inspirándose para regalarle un verso en su honor a aquella barra que soportaba sus acaloradas discusiones con cualquier extraño que se sentase a su lado: “When oysters to September yield, and grace the grotto'd Macclesfield, I will be there, my dear De Hem, to wish you well and sample them”. 


- ¿Querido David? – Leo, trajo de vuelta a Ogilvy.

- Que nuestra vida giró alrededor de una idea que nos unía a todos los que hacíamos publicidad. 


- Hacer que la gente hiciera lo que nos imaginábamos - Bernbach se entusiasmó. 


- Imaginar, potente afrodisíaco - suspiró Burnett. 


- Imaginar algo, pero algo concreto. Trabajábamos para que la gente hiciera y no solo sintiera. Tu campaña para el Beetle fue un éxito porque el auto se vendió como pan francés y la tuya, la de Marlboro, que la sacó de su uno por ciento.


El silencio dio paso al último trago mientras el reloj marcaba la una de la mañana.


Bernbach pidió la cuenta.


Los tres se levantaron, se colocaron sus chaquetas y caminaron juntos hasta la puerta giratoria. Se estrecharon las manos y dijeron algo que no alcancé a descifrar y se alejaron, cada uno en una dirección diferente.



1 comentario:

Anónimo dijo...

need to check