12 de marzo de 2011
Benjamín se despertó con los ojos secos, la altura de la sierra ya le había cobrado con los labios el día anterior. No podía reclamar, cada vez que lo hacía un hilo de sangre manchaba su carne desteñida. Tomó el control remoto y prendió el televisor.
Terremoto en Japón mientras él estaba en Arequipa.
Las imágenes que abarrotaron todos los canales le obligó a parpadear firmemente para que el lagrimal trabajara con mayor eficiencia. Sintonizó los canales nacionales, todos mencionaban que un tsunami podría arrasar con las tierras costeras en unas doce horas más.
Siempre lo mismo, pensó.
Cambió a la BBC y levantó el teléfono. Mientras se comunicaba con su casa, observó cómo el locutor pronunciaba impecablemente el inglés y tenía el control total de la situación. Le hizo pensar que los británicos siempre estaban tan lejos de los problemas pero más cerca que nadie de la noticia.
Al otro lado, la voz soñolienta de su mujer le saludó. Para ella las prioridades eran las de siempre: primero los hijos y luego el mundo. No sabía que una hora atrás la Tierra se había desplazado de su lugar y su eje cambiado de posición. Tampoco que un par de centrales nucleares estaban a punto de colapsar ni que miles de personas estaban muriendo bajo el agua, el barro y las porquerías en que se había convertido todo en Japón.
Ella cumplió con un comentario tranquilizador: ni la ola de la película 2012 llegaría a Chacarilla, ni menos al colegio de los niños que estaba en el último cerro de La Molina.
Le preguntó qué haría hoy y él respondió con la paciencia de una agenda. Se despidieron.
Benjamín bajó la vista a su teléfono: Twitter parecía una licuadora de noticias, la redundancia hecha realidad. Algunos datos anecdóticos que desviaban la atención de lo importante para fijarla en lo accesorio. ¿Qué era importante? Pensó que a veinte mil kilómetros de Japón, a mil del mar y a tres mil metros de altura todo se convertía en un gran chisme.
Subió el volumen de la tele, se levantó de la cama, fue al baño, se miró al espejo, tomó el cepillo de dientes y lo untó con la pasta, saboreó la menta mientras se lijaba las muelas, se afeitó, prendió la ducha y se bañó por unos minutos. El sonido del agua rebotando en la nuca lo arrulló mientras saboreaba la sangre de su labio y organizaba el día en su mente.
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