Existe una sanguchería a metros de la Plaza Italia en Santiago de Chile llamada La Fuente Alemana. Es la mejor que existe y famosa por lo generoso de sus porciones.
Los comensales se sientan detrás de una barra que es atendida directamente por unas señoras que también cocinan la carne, sirven las salsas, las verduras y lo arman frente al cliente. Sus precios no son bajos, pero la ecuación de valor siempre termina siendo positiva. El tamaño, el sabor y la experiencia son únicos.
Existen códigos, como en todo lugar que se precie de ser único. Por ejemplo, primero se come y luego se paga. La cerveza, el jugo o la bebida se sirven antes que la comida. Nunca se le indica a la señora que le atiende a uno cómo hacer el sándwich (a menos que ellas te lo pregunten o uno sepa cómo pedirlo). La propina se coloca en unas cajitas de madera ubicadas a través de la barra.
Es un matriarcado. Existen solo dos funciones para el hombre, la de supervisor operativo (que siempre haya tomate, mayonesa, palta, poroto verde, mostaza, sal y salsa de tomate) y la de asistente de limpieza.
Un día fui con dos amigos y nos sentamos frente a la señora de mayor antigüedad y jerarquía entre sus pares. Nos conocía, hacía un año íbamos una, dos y hasta tres veces por semana: una garza, un chopp y una Negra Modelo para tomar; un lomito italiano, un churrasco completo y un crudo para comer. Ese día La Fuente Alemana estaba más congestionada que de costumbre. El ruido de las conversaciones cruzadas y desordenadas, medio masticadas por la carne con mayonesa que se mezclaba con las palabras fue interrumpido por una voz aguda proveniente justo detrás de mío.
“Señora, ¿dónde nos podemos sentar?” Voltié junto a varios más ante la pregunta fuera de lugar.
“Señor, aquí uno debe esperar que un sitio se desocupe para poder hacerlo. Mire, aquí al lado de estos lolitos se va a desocupar pronto”.
Los lolitos éramos nosotros. A los cinco minutos se sentaron. Eran dos ejecutivos de altísima graduación. Deducción hecha al observar la cara brillante, el cabello peinado a lo lengüetazo de vaca, el fino terno que le salían las etiquetas por los puños y las iniciales finamente bordadas en sus camisas. Era primera vez que venían, no había duda a eso.
“¿Qué se van a servir los señores?”
Ellos re preguntaron qué había y la mujer señaló con su barbilla hacia adelante la pizarra con lista de productos y precios. Creo que le molestaba mucho la voz un poco afeminada de uno y la otra extremadamente engolada que parecía tener una papa en la boca.
“Coca Cola Light”, fue la respuesta de ambos.
Ella meneó la cabeza desilusionada.
Pasaron los minutos y la voz de estos dos chilenos de clase alta comenzó a destacar sobre la masa de clase media, sobre todo cuando hacían énfasis en las operaciones financieras, las ganancias y las vacaciones que con ellas se tomarían a fin de año. Iban a ritmo de restaurante cinco tenedores y no contaban que detrás se habían acumulado cinco turnos de hambrientos funcionarios que debían cumplir con un horario de almuerzo.
“¿Qué quieren los señores?”, preguntó la señora apurando la decisión.
“Un lomo italiano”, dijo uno.”Un chacarero” dijo el otro. Se miraron y sonrieron, como si estuvieran viviendo una experiencia digna de National Geographic.
“¿El pan con poca miga, la carne con sal o sin sal, con mucha o poca mayonesa?”
A cada pregunta, respondieron dubitativamente y, casi al final, uno de ellos hizo un último comentario como si se estuviera dirigiendo al empleado de limpieza:
“Al mío en vez de salsa de tomate échale kétchup”
Silencio. Silencio repentino y brutal.
Como si hubieran aparecido Jesucristo, Mahoma, Buda, Confucio, Zoroastro y Hugo Chávez todos los presentes, incluidas las cocineras, el supervisor, la cajera y los ayudantes, se quedaron observando al hombre.
La señora dejó lo que estaba haciendo, caminó a la barra marcando los pasos con sus fuertes tacones y apoyó las manos en ella, colocando sus generosos pechos a la altura del rostro del intruso y le dijo:
“Mire mijo, aquí no servimos nada con ketchup ni lo haremos nunca y si quiere K-e-t-ch-u-p puede cruzar la calle y comerse un pedazo de plástico en el McDonalds”.
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