Hace unos días compré tres monedas antiguas. Me costaron todo el efectivo que tenía disponible.
No me arrepiento. Es más, estoy feliz. Tan feliz, que creo que serán uno de los objetos más importantes que les dejaré a mis hijos.
¿Por qué?
Vean, los objetos tangibles del pasado me emocionan mucho, son el único testimonio sin interpretación que nos enfrentan a nosotros mismos, a nuestra naturaleza. No son ficción escrita por eruditos que intentan interpretar los hechos, sino el pasado en el presente donde todo colapsa, como un gran big-crunch del devenir.
Observar directamente el perfil de Alejandro Magno cubierto con una piel de león en una moneda de cobre repujada del siglo cuarto antes de Cristo, otra de la época de su padre Filipo el Grande coronada con el perfil de Apolo o la de Tiberio Graco, en cuyo reinado murió Jesús, es ver los nodos en los que el pasado se cruza con el presente y reflexionar sobre muchas que no tendrían sentido sin ellas.
¿Y qué poder le confiere a uno una posesión?
En el transcurso de la vida “tener” se convierte en un motor muy importante, quizás
el mayor motivador de todos: tener ideas, salud, estatus, dinero, objetos, amigos, prestigio entre otros tantos. A fin de cuentas todos nacemos solos y el tejido social que nos recibe se encarga de modelar nuestro entorno. Estamos programados para obtener de él lo necesario para sobrevivir y perpetuarnos. Quienes nacemos en una sociedad que ya se encarga de proveernos alimentación, protección y salud vamos subiendo por la escalera de Maslow para llegar a la realización personal, que no es otra cosa que una forma de posesión de algo parecido a la felicidad.
Nuestro devenir está relacionado al progreso y este a la creación de valor que permite acceder a las posesiones que deseamos. Progresar tiene mucha relación con poseer. Poseer en la vida significa validarse en el mundo, dejar una huella como individuo en un contexto en el que es cada vez más complejo hacerlo.
Yo poseo algunas cosas y deseo muchas más. Aquel día, mientras caminaba por la calle, me crucé con la tienda donde compré mi primera moneda antigua, en el momento que mi vista se cruzó con la pequeña vitrina, un remolino indescriptible de sensaciones y sentimientos me detuvo violentamente y obligó a entrar.
Allí estaba un señor de aspecto muy decente y digno que se acercó tranquilamente y respondió a mi interés de novato por una moneda romana de plata similar a la que había comprado hacía quince años allí mismo. Él me hizo un par de preguntas para afinar mejor la puntería y abrió un cuaderno en el que destacaban un par de decenas de ellas. Todas con una pequeña descripción en el sobre que las contenían.
La Historia, que tanto me apasiona, se desplegó y nos pusimos a conversar animadamente ya no como vendedor y comprador, sino como dos apasionados que comparten un mismo interés.
Las compré. Me hice de un pedazo de Historia, algo que más allá de su valor económico tiene un valor trascendente.
¿Y quién no busca poseer cosas así?
Poseer le confiere a uno un poder importante. Da acceso, valida, posiciona e integra al mundo.
En mi caso, al muy particular concepto que tengo sobre el conocimiento, al tipo de posesión que uno debe tener de él y cómo entregarlo a sus herederos biológicos o intelectuales para perpetuar el valor que uno considera importante en la vida.
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