Hace muchos años, Coco Legrand, un gran humorista chileno, se preguntaba por qué nos gustaba tanto (a los chilenos) alardear de nuestros logros si ni siquiera éramos capaces de fabricar un guante de astronauta.
Al igual que Chile, Perú no es un país innovador, a pesar de existir algunas iniciativas excepcionales y a pesar de tener tantos emprendedores.
Lima, ni ninguna de sus principales ciudades, aparecen en algún ranking serio de este tipo. Ninguna universidad se destaca tampoco o es comparable a las que generan conocimiento en otras latitudes y sirven como “benchmarks” o fuentes para publicaciones prestigiosas.
No somos considerados un “hub de innovación” de nada significativo capaz de atraer capital, talento u organizaciones de diferentes latitudes para capitalizarlos en los sectores sociales, productivos, educativos o de cultura de forma sistemática ni con una visión de mediano plazo.
Es cierto que los últimos veinte años nos hemos dedicado a estructurar el país, a respetar un estado de derecho, a formalizar una economía devastada y con esto atraer inversión, relacionarnos con el mundo y crear riqueza. Es cierto que los emprendedores han encontrado un territorio fértil para progresar y los empresarios locales han podido sofisticar sus operaciones y aprovechar el momento para salir a conquistar Latinoamérica. Pero disponer de caja y confianza de los bancos no es lo mismo que disponer de capacidad para innovar.
Recuerdo haber leído “Apocalípticos e Integrados” de Umberto Eco hace casi dos décadas. Describe en él dos visiones de la vida que envuelven a los individuos que ocupan un espacio en la sociedad. Unos ven la existencia en estado terminal, siempre a punto de acabarse como si cada cierto tiempo viniera el fin del mundo; en las crisis políticas, las económicas, las valóricas. En ellas encuentran un espacio de existencia y validación, sus mentes las concentran en prepararse para un final que nunca llega. En discutir y debatir los motivos que explican el estado de las cosas que nos llevan a un abismo latente. Los integrados, por el contrario, están inmersos en la dinámica del devenir, no se detienen mucho para pensar o cuestionar nada, prefieren seguir el ritmo del mundo, como si de un tao posmodernista se tratara, adolecen del espíritu crítico que los primeros tienen. Son expertos en el sistema, lo conocen y usan sus recursos a su favor. Escuchan a los Apocalípticos y se valen de sus análisis para evitar problemas potenciales y seguir comiéndose al mundo. Normalmente ellos no ven los fines del mundo que los primeros sí y terminan, en algunos casos, sucumbiendo a los cambios de estado de la sociedad o a los ajustes que en ellas se producen por causas que no siempre son visibles y para los que una mente superficial y lineal no está preparada para ver.
Nos asignamos la chapa de “creativos”, y en el caso que lo fuésemos (tengo mis dudas), creatividad no es innovación y, ciertamente, la segunda es la que moviliza a una organización y a un país en la generación de valor en el mediano y largo plazo. Digamos que la innovación es un proceso creativo que busca agregar cualidades a un objeto o sujeto, a un proceso o servicio que es difundido por los mecanismos y en los timmings correctos con el fin generar un valor superior que es percibido por las personas o las organizaciones y es adoptado por ellas, reemplazando a la anterior.
Siguiendo la idea de Eco, aventuremos que existen Innovadores y Adoptadores (y este último con una variante “Adaptador”). Personas y organizaciones, ciudades y países que presentan una predisposición, una personalidad hacia uno u otro concepto. En este contexto observo que Perú es un país de Adoptadores, incluso tardíos. Adicionalmente una gran cantidad de empresas, muchas de ellas grandes, importan ideas del extranjero y las adaptan a la realidad local.
Ser Innovador es asumir riesgos, es muchas veces, no ver el final del camino, caminar por un sendero un poco pedregoso que requiere de temple además de buenas ideas. Por eso en este país triunfan las franquicias, los nuevos empaquetados de cosas existentes, por eso la asociación con empresas extranjeras que muestran modelos de negocios comprobados, por eso la importación de ideas y su tropicalización a la realidad local.
¿Dónde están los Tata locales que se arriesgan a producir un auto a dos mil quinientos dólares? ¿Dónde están los Dataviz, que se proponen en desarrollar tablets a ciento cincuenta dólares para el mundo universitario de la base de la pirámide? ¿Dónde están las asociaciones entre empresas para producir soluciones integradas, como sucede en Nigeria? ¿Dónde están los empresarios locales mineros que desarrollan nuevos usos para los metales que extraen y generan así una industria paralela? ¿Dónde están los grandes agricultores que deciden envasar o desarrollar variantes de alimentos para el mercado exportador? ¿Dónde las universidades?
¿Seremos capaces alguna vez de producir alguna aleación que permita mejorar la industria aeronáutica?
¿Seremos capaces de crear algún modelo educativo revolucionario y rentable para la base de la pirámide?
¿Seremos capaces de desarrollar adoquines para pistas que soporten la flexibilidad de nuestro suelo limeño y no se quiebre a la primera que pasa un camión?
¿Seremos capaces de traer impresoras 3D para comenzar a producir customizadamente?
¿Seremos capaces de incentivar a nuestra gente a pensar y recompensar por su orientación a la innovación?
¿Seremos capaces de generar fondos, que no sean provenientes de la caridad internacional, sino de las mismas organizaciones que apuestan por la innovación, para estos proyectos?
¿Seremos capaces de proveer de tiempo e infraestructura para que gente con ideas y capacitada, pueda dedicar su vida a la innovación?
La innovación produce valor y atrae la riqueza. Exige educación y método, exige curiosidad y discusión, exige ideas y experimentos, exige paciencia y cálculo, pasión y visión.
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