Cuando decidí irme a Perú, Katia se quedaba en Santiago, en la casa de mi madre, mientras yo volaba a Lima a buscar trabajo y poder instalarme allá con el enamorado propósito de no dejar que la mujer de mi vida se regresara sin mí a su país.
Me despidió en el aeropuerto con una extraña advertencia:
- Amor, mi familia ama la comida. De hecho, comen como unas bestias.
Todos conocemos el amor que profesan los peruanos por la comida, pero no pude dejar de sonreír ante tamaña exageración. Nos despedimos como un náufrago a su botella y desaparecí detrás de los mostradores del Dutty Free.
Al bajar del avión, casi a media noche, noté la humedad que se sumaba al calor veraniego que impregnaba a la ciudad. Corría noviembre del noventa y cuatro y mis veinticuatro años de edad.
Llegué a la casa de mis suegros, a quienes había visto una vez, un año atrás cuando visité Cuzco. Debido a la hora, solo alcancé a cruzar un par de palabras y, antes de irme al dormitorio, me invitaron a cenar al día siguiente, a lo que accedí muy agradecido.
Pasó el día y llegó la noche y nos fuimos al Club Regatas.
- Vamos a comer chifa - me comentó amablemente Carmen, la mamá de Katia, a quien todo el mundo le dice Choli.
- ¿Te gusta? - continuó mi suegro, con la mirada cómplice de Sergio, mi cuñado.
Yo nunca había probado comida china, imaginé cosas extrañas cuando comencé a leer en la carta que se leía “gallina chi jau kai”, sopa “fuchichú” , sopa “wan tan”, “wan tan frito”, “pollo en salsa de ostión”.
Choli debió haber observado mi cara de intriga e ignorancia y se ofreció ella a pedir.
Vino un mozo que colocó los cubiertos, las servilletas y una cucharita de porcelana con la forma que usan las niñas con sus muñecas.
Llegó la bebida, que tomé de un solo trago. El calor en el piso ocho de un edificio sin aire acondicionado, con aquella humedad y calor comenzaba a devastarme: las respuestas a las preguntas sobre mi suerte laboral se tornaron incomprensibles, más aun con el acento chileno, que lo mejor que hace es unir todo como una gran masacota sin sentido.
El breve silencio que se produjo fue destruido por el sonido de unas rueditas de un carrito que soportaba una bandeja grande y de metal que venía con un plato enorme de sopa, directamente a nuestra mesa.
El mozo la ubicó ligeramente cerca a mi posición. Era un liquido más bien viscoso con una especie de raviol que flotaba pálido en su superficie (en realidad eran varios) y la miré un buen rato, intrigado, sin saber qué era y qué hacer con ella.
- Es sopa wan-tan – comentó mi suegro – preguntaste por ella cuando leías la carta y te pedimos una… Anda, sírvete. – acompañó su comentario con un movimiento de mano invitándome hacerlo.
¿Sírvete? Repetí internamente, incrédulo de la invitación mientras me secaba la frente de sudor.El plato por lo menos tenía dos litros de sopa y el mozo había traído una cucharita ridícula de porcelana. ¿Qué hacer? ¿Tomar o no tomar? Y vino a mi mente lo que Katia me había dicho en el aeropuerto: “Benja, en mi familia comen como unas bestias”. Sin más indicación que esa y con la firme intención de caerle en gracia a mi familia política, acerqué el plato lentamente, con la esperanza que me dijeran: “toma lo que puedas, no es obligación tomársela toda, si no te gusta no la tomes”, pero no sucedió, y al voltear mis ojos vi los de ellos tres fijados en mí y en lo que haría.
El plato estaba frente a mí, una sopera enorme donde flotaban las masitas desteñidas, medio hundidos unos pedazos de pollo hervido y, en el fondo, una base de hojas de repollos pálidos como si los hubieran torturados por cien días.
Tomé la cucharita con toda la dificultad del mundo. Noté que había que tener cierta habilidad aprendida como lo que sucede con los palitos de la comida japonesa. La hundí en el líquido y extraje una mil millonésima parte del contenido.
La familia me observada impávida, esperando mi opinión.
No tuve más opción que comenzar a tomar “eso”. Una tras otra, la sopa, que no tenía la más mínima intención de bajar su temperatura comenzó a ingresar a mi cuerpo. El calor ambiente se mezcló con el que bajaba por la tráquea logrando que comenzara a transpirar como nunca más lo volví hacer.
El wan tan, masa gelatinosa del tamaño de un raviol gigante, rellena de pollo molido insaboro, entró a mi boca y demoró eternos segundo en encontrar la posición adecuada para pasar completo por la garganta.
En eso se pasó una buena parte de la velada, yo concentrado en las palabras de Katia respecto de su familia y ellos mirándome seriamente mientras demostraba el amor por su hija.
Al final, cuando me saqué del diente la última hoja del repollo recocido, suspiré profundo, con la seguridad de haber cumplido la misión de mi vida, cuando el sonido de las rueditas volvieron a rechinar en mi mente.
Levanté la vista, y vi una fuente de “gallina chi jau kai” con varios platos de sopa y cucharitas ridículas que el mozo había olvidado traer.
Mi sopresa fue tal, que Sergio, Augusto y Choli se largaron a reír con tal gana que entendí que había pasado la prueba de amor que exigían para su hija
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