Hijastras de la Memoria, vieja
aburrida como biblioteca de pueblo pobre. Diosas sin neuronas, infalibles como
el tiempo, dénme la claridad para entender qué hago aquí sentado tomando
café, jugando con niños, degradándome como átomo lucreciano. Inspiradoras de fantasías
encerradas entre palabras y silencios. Bellas de vestidos transparentes, curvas dibujadas detrás de la seda que las separa del mundo. Alumnas de
Eufeme, vieja encantadora y chismosa, maestra de la verborrea y la
conversación. Inspírenme con una sonrisa, un recuerdo. No soy poeta ni lo sería
si tuviera el don. Prefiero esos vates gordos que comen y beben todo el día,
hablan engolado y reciben visitas, tienen cortes de lacayos que esperan ser como
ellos, mujeres que los aman por lo que representan y no por lo que son, que no
se cuestionan mucho como los otros, los de verdad: que buscan y no encuentran,
que lloran y se suicidan entre epifanía y epifanía.
Musas, hablen, toquen la flauta.
Canten, adormézcanme y llévenme al cielo. Abran a mis ojos cansados y aburridos
el mundo. Háganme bailar al son de la belleza y la verdad que sé que hará que
mi corazón palpite al ritmo del universo. Que sé me hará feliz aunque más
triste sea mi posición en el mundo después que me lo entreguen.
Después de invocar a las
Inspiradoras, algo, como una idea con propulsión a chorro, ingresó directamente
a la zona de control de mis pensamientos. Fui al escritorio, abrí un cajoncito
sellado por la humedad. Dentro brilló, entre los recibos y monedas abandonadas,
un sobrecito rojo. Dormían veintidós cartas de una baraja que compré en una
tienda de libros usados: arcanos mayores acurrucados, invernando, que salieron de
su sueño con sus ojos lagañosos como costras de sangre que demoraron en abrirse.
Estas Delicias quieren que haga su
trabajo ¡Qué se han creído! -tronó mi
voz silenciosa indignada, intuyendo lo que venía.
Estamos fuera de forma, fue la
respuesta de Melpómene detrás de un biombo. Los sicólogos tomaron la posta de
los curas que mandaron a la hoguera a las brujas que heredaron de las
sacerdotisas el arte de la poesía y la adivinación, susurró Clío, que también
aguaitaba escondida. Es tu derecho pedirnos lo que quieras, coqueteó Erato, tú
eres el poeta. Sonrojé: con qué patitas me proclamaba, si lo único que había
hecho al respecto fue escribir una carta que nunca llegó a destino. La
sabiduría pertenece a todos, siguió, es como una playa que es la suma de sus
granos de arena. Imaginé a Sofía, mi primera enamorada, tendida como una playa,
y yo como el mar escurriéndome en ella. ¿Qué debo hacer? Fue la pregunta que no hice. ¿Mirar fijamente las
imágenes, una a una, e interpretar lo que insinúan? Incrédulo como gallina
ponedora, mis ojos se sellaron y unas motas de polvo comenzaron a caer en
goterones.
Abrí los ojos. Regresé al mundo, allí estaba la primera carta, opaca y roída por los años. Sin señal
alguna de los dioses, sin ventanas abiertas por el viento, ni movimiento de libros, ni ruidos extraños, me senté
ofuscado en el sillón de lectura y, de tan cómodo que me acomodé, nunca supe
cómo fue que el día pasó y la noche cayó como persiana de almacén.
El silencio arrolló con furia todo
mi alrededor. Nada sonaba, nada en mí lo hacía. Desorientado y a oscuras, el tiempo transcurrió lento como Agustín Eyzaguirre.
Una carcajada salió nerviosa de mi garganta y me sorprendió en el Limbo, y me
aterré porque ese lugar de tránsito había sido eliminado del universo por la
Iglesia. Busqué otro refugio, ascendí al Cielo, que ahora llaman inconsciente,
me encontré con todas las diosas y dioses cesantes del universo. Lo primero que
destelló a contraluz fue el Libro Rojo de un profeta moderno tirado a dios que
había comprado por error.
Me acerqué y lo abrí en una página
cualquiera, que no fue cualquiera como el lector podrá intuir. Una página en
blanco impar con un bello dibujo en el centro, indio de alguna forma, se abrió
en contraposición a otra escrita densamente en alemán, con tinta de negros
diferentemente intensos y donde mi vista cayó y leyó: La vida no proviene de
los acontecimientos, sino de nosotros. Todo lo que ocurre fuera no ha sido
todavía.
Arrugué la nariz, la fruncí sin
decir nada y, de repente, sin aviso, una especie de comprensión llegó a mi
entendimiento a la vez que la temperatura de mi cabeza se elevó hasta sentir
que ardía y un dolor agudo perforó mis sienes.
Vino, me dije, necesito vino. El
vino relaja y distrae, es el elíxir de los poetas borrachos y los estresados
felices. Empiné el vaso lleno, el líquido cayó en la boca y se quedó un rato
allí, tranquilo, tranquilo, reposando tranquilo mientras la lengua lo examinaba
cuidadosamente. El efecto fue inmediato, el sabor áspero como un serrucho
saturó todos los sentidos hasta llegar de vuelta a mi mente que se adormeció.
Caminé de regreso a la salita de libros,
levanté las cartas que habían caído, las ordené de menor a mayor y ahora, en
vez de tener al mago maricón, puse arriba al loco divertido.
Fijé la vista en el perro que le
olía el culo al peregrino que se alejaba de mí y fue en ese momento que saltó la
perdiz. Una imagen se prendió como un foco de cien watts. Vi al universo
enterito, de principio a fin de los tiempos, como un mapa que se abría arriba,
derecha, abajo e izquierda. Así, secuencialmente. Mapa cartográfico de la vida
y sus confines que se extendían sin parar. Arriba, derecha, abajo e izquierda,
arriba. Mapa cartográfico de mi vida. Derecha, abajo, izquierda, arriba.
En un momento todo se detuvo. Mis rodillas cedieron y el
corazón brincó como niño en cama elástica. Una voz sonó como si estuviese
encerrada en un baúl:
Mira
las cartas, obsérvalas bien, sigue su orden, el loco es el principio y el fin,
el estado primordial, que siempre es diferente y el mismo a la vez.
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