Existe una fuerza que nos impulsa a existir. Rechazamos la posibilidad de la muerte y, cuando nos roza de cerca, persistimos instintivamente en esta actitud programada desde nuestro sustrato genético. Sin embargo, estar no significa ser. Sentimos que somos cuando, en nuestro tránsito por el tiempo, se imprimen experiencias, ideas y aprendizajes que signamos como valiosas y que se reflejan en un comportamiento que nos define como alguien consistente, con identidad propia y una reputación digna de referenciar.
Lo valioso tiene sentido en la relación y la transferencia. En un contexto superdinámico, caracterizado por la superproducción y la supercomunicación, el vértigo del tiempo paralelo y secuencial con sucesos sincrónicos y asincrónicos, nos presiona y confunde transformando la tierra firme en arena movediza. Tal como un filósofo alemán pronosticó hace más de un siglo, el mundo se ha convertido en un juego de fuerzas, sin estructura interna ni objetivo final, que constantemente se organiza y reorganiza merced a sus relaciones condicionadas por la voluntad de poder de aquellos que devienen en él. La democracia y el libre mercado homogeneizan la sociedad que vive bajo sus parámetros y promueven la superabundancia de lo idéntico.
Luchar contra lo idéntico nos enfrasca en la contingencia de la creación permanente de una diferencia con el fin de marcar, hendir, signar un trozo de tiempo con la impronta de nuestro paso por el mundo.
Entendido al valor como la significación o importancia de algo que posee una cualidad necesaria para alguien y estando nosotros mismos en el centro de ese concepto en el contexto que acabo de mencionar más arriba, agrego otro condimento a este pensamiento: la búsqueda de valor, para ser valioso, hoy no está necesariamente en referencia con algún punto externo a nosotros mismos, el efecto del valor no es el ánimo de la diferencia reconocida por otros, sino por nosotros mismos. Somos referencia externa y autorreferencia en este proceso. Nos creamos para nosotros mismos, somos juez y parte y, siendo así, nunca estamos satisfechos con el logro; cada vez que creemos llegar a algún lado u obtener algo importante, sentimos que eso ha sido superado y debemos ir en busca de más.
Los límites no son difusos, los límites de toda esta actividad de diferenciación permanente, evolutiva, autorreferente, basada en la superabundancia, la supercomunicación y la superproducción de lo idéntico, nos obliga tener una performance de superrendimiento. En esta dinámica de producción de valor efímero, la sensación de no-poder-poder-más nos rapta, nos inunda con una angustia y una violencia donde colapsamos bajo nuestra propia exigencia de dar y ser más, que se anula a su vez por la necesidad de la pertenecer a lo idéntico.
Reaccionamos pretendiendo vivir como turistas en el mundo. Viajamos por él impulsados por fuerzas coyunturales y externas, procurando avanzar como en un bus con vidrios amplios y un guía que nos oriente. Observamos desde afuera, tomamos fotos (muy buenas, por cierto), describimos las experiencias en muros virtuales, diseñados para ser olvidados porque todos reflejan los mismo. La memoria y, con ella, la identidad se disuelven, se trasladan a extensiones tecnológicas. Nuestras conductas se reflejan en lo que otros reflejan de sus conductas como si la vida fuera un escenario de espejos donde cada uno representa su papel mirándose en los demás o en el suyo propio. Hemos olvidado pensar, sentir con fundamento, escribir con rigurosidad, introspectarnos, salir de la praxis para especular, expresarnos con palabras verdaderas, con frases verticales. Repetimos lo que vemos, compartimos lo que otros aceptan. Huimos al debate, a la diferencia real. No nos interesa la profundidad a la que pueden llegar las preguntas porque no nos interesan las respuestas que no están en el ámbito de nuestro contexto. Somos seres superficiales, a pesar de creer lo contrario. Los somos porque nos movemos entre las conversaciones recurrentes, dominadas por las tendencias y las modas, por movernos dentro de lo idéntico. Sepamos que somos mediocres, ya que esa condición es la tierra de abono de lo idéntico, y lo idéntico es la fuerza que atrae a la negación de la verdadera diferencia.
Se requiere de voluntad para escapar de esta trampa, voluntad para comprender que esa fuerza que nos impulsa a existir se termina con la muerte, y con ello comprender que lo infinito se contiene dentro de ese destino.
¿Dónde buscar?
Sugiero explorar en la hendidura que separa dos sucesos, allí donde la complacencia fácil de las palabras melosas dan paso a la insatisfacción exigente, la que cae profundamente al valle donde mora nuestra humanidad, la sombra donde las cosas viven su verdadero significado. En esas simas se acumulan capas de experiencias, de ideas, de sensaciones, de aprendizajes, de conductas, de valores, no solo de nuestra vida contingente, sino la de nuestros antecesores transmitidas por la tradición y la genealogía familiar, social y cultural.
La personalidad, la identidad se constituye en el basamento, en el subterráneo, en la complejidad, en las entradas y salidas, en los vértices, las máscaras, las lágrimas, los mitos, los recodos, las sombras, las leyendas, la reflexión y las conversaciones, los traumas no resueltos, los rostros y sus marcas, las sobremesas, la contemplación, la degustación y el goce, el control y la prudencia, los ritos, los climas, la muertes sin luto, los colores, los accidentes, las avemarías, las opiniones, la reflexión, la humedad, el brillo cambiante, el tiempo cíclico, la soledad, el silencio, el fluir del río, el sonido del mar, de las hojas que se rozan entre ellas, del aire que se arremolina en nuestras orejas. Abrir los ojos a los "entre" y no solo viajar "en" o "sobre" el bus turístico del devenir es lo que realmente nos transforma en seres únicos e infinitos, porque sobre ellos la curiosidad y la voluntad de intervenir soberanamente el mundo permite la inmunidad necesaria para repeler el entorno con sus reglas y obtener la distancia necesaria para reflexionar y accionar la vida, la identidad y, como consecuencia (y solo como consecuencia) la reputación.
Siempre está lo por venir, donde todo se posa en el pensamientos que llega con una luz difuminada que se mezcla con la sombra a través de la bruma de la comprensión. El conocimiento es brumoso, la memoria porosa, entre sus laberintos se mezcla la aventura de la curiosidad con la sorpresa del descubrimiento. Es necesario encontrar islas de tiempo, abstraerse con paseos pausados y música (yo lo hago con Chopin, Erick Satie, Mahler, Beethoven), dejarse guiar por quien ha reflexionado en estos terrenos (en mi caso con George Steiner, Paul Celan, Rudigger Safranski, Gonzalo Rojas, Peter Watson, Joseph Campbell o Harold Bloom, en fin...).
La personalidad se refleja en el brillo de los ojos, en la pausa, en la tensión entre la prudencia y el atrevimiento, en la ubicación de las palabras y sus consecuencias, en la cadencia del caminar.
Inspiradores: Spinoza, Nietzsche, Beethoven, Parménides, Paul Celan, Heidegger, Byung-Chul Han, Mahler, Luhmann, Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, César Vallejo.
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