Querido lector, te pido que imagines este momento: estoy sentado en la barra de un restaurante en una hermosísima estación de tren, ha pasado el medio día, hace frío y afuera la niebla se niega a desaparecer. Frente a mi se encuentra un cuaderno. Si lo pudieras ver notarías que el trazo irregular y la letra ilegible en la mayoría de los pasajes fue producto de la ansiedad. ¿Cuántas veces la vida nos ha regalado situaciones que parecen no pertenecer a este mundo? Los antiguos crearon religiones para argumentar aquello que no tenía explicación. Hoy, la ciencia afirma que existen infinitos universos paralelos, que es posible conocerlos a través de mecanismos que estamos cerca de concebir.
El hombre de la barra me ha servido un vaso de vodka. Lo tomo de un trago. Me ve ansioso y me dice que corre por su cuenta. El calor y la tranquilidad que proporciona el alcohol es propicia para el momento. No, no soy alcohólico, en los últimos diez años no probé ni una gota. Voy a leerte lo que escribí. Estoy seguro de que podrás apreciar mejor que nadie aquello que me sucedió cuando un taxista me indicó que habíamos llegado a la Gran Estación. Al subir los varios escalones que separaban la acera del ingreso me detuve un par de veces, primero ante la fantástica fachada de estilo Imperio.
Luego, cerré los ojos para sentir la brisa de otoño en mi rostro con el placer de quien deja algo conocido con la esperanza de alcanzar algo mejor. Acerqué la maleta a mis piernas y la jalé como si fuera un perrito. El ruido de la calle fue reemplazado por la nave central, que parecía contener todo el universo. El piso de mármol y el bronce enchapado combinaban muy bien con las pantallas digitales que indicaban el itinerario de los trenes. El sonido de los motores murmuraban al fondo. Caminé hacia las ventanillas donde se vendían los tickets. Ahora pienso que los pude haber comprado en las maquinitas que parecen autómatas, pero preferí la asistencia humana, porque me encontraba en la duda de si tomar el tren a Ekaterimburgo o el que iba a Vladivostok.
La señora, de aspecto amable y sosegado, que atendía detrás de la ventanilla me respondió que para llegar a la primera era necesario recorrer casi dos mil kilómeros y para la segunda algo más de nueve mil. Yo tenía muy clara la diferencia de distancia entre una y otra ciudad, lo había estudiado por varios días mientras soñaba con un viaje que me desprendiera de la rutina a la que me había esclavizado al punto de poner en peligro mi salud. Le pregunté cuánto tardaba en llegar a Ekaterimburgo.
- Ventitrés horas, minutos más, a veces unos minutos menos, dependiendo del clima y del ánimo del maquinista.
- ¿Y para llegar a Vladivostok?
- El tren a Vladivostok - dijo, sin mover una ceja - llega de inmediato.
- ¿Cómo? - respondí pensando que se trataba de una broma.
- Lo que le dije, el tren a Vladivostok llega de inmediato.
- ¿No se demora nada?
La mujer negó sin despeinarse. Busqué en su expresión algún atisbo de sorna, pero no, más bien parecía fastidiada por repetir la misma cantaleta.
- Nuestro presidente Platov quiere darle una señal a los chinos de que se tienen que ir con cuidado con eso de creerse potencia mundial. - Hizo un ademán para darme a entender que había más gente detrás.
Compré el ticket. No indicaba la hora y observé la pantalla del itinerario que se encontraba justo arriba de la ventanilla. Leí: Moscú-San Petersburgo: sale a las cuatro veinticinco y llega a las diez y veintiocho. Moscú-Vladivostock, sale ahora. Miré la hora en mi teléfono. Marcaba las once de la mañana con trece segundos.
Guardé los boletos y arrastré la maleta hasta llegar al andén cincuenta y nueve. Pensé que podría ser un tren subterráneo y que utilizaría una tecnología muy sofisticada, como la que se había anunciado en las empresas Turing para conectar ambas costas en Estados Unidos en cuestión de horas. Un señor vestido a la usanza antigua me invitó a pasar. Consulté nuevamente la hora: marcaba las once con ocho minutos. Al ingresar al vagón una luz extraña bañaba todo el interior. Era como la luz del sol de medio día, pero opacada por una especie de filtro que permitía destacar con más nitidez el contorno de las cosas y con menos lo que quedaba atrapado dentro de esos límites.
Caminé unos metros mientras mis ojos se acostumbraban a la extraña penumbra de medio día. El primer vagón estaba vacío y era extremadamente largo: avancé unos cinco minutos para llegar a la puerta que conectaba al siguiente vagón. Pasé. Un par de metros más adelante se apostaba una auxiliar. Era una señorita muy guapa y que estaba de pie con una postura marcial. Le pregunté si habíamos llegado a Vladivostok. Me confirmó que el tren estaba en su destino. No me sentí tranquilo. Le pregunté dónde se encontraba la salida.
- Más adelante - respondió sin mirarme.
- ¿Cuánto más? - insistí. Sus ojos giraron hacia los míos.
- Camine, siga adelante, la bajada está adelante, camine.
Al ver que todo tomaba un tinte tan extraño, decidí regresar y bajarme. La sorpresa fue enorme cuando, al intentar hacerlo, la mujer se interpuso entre mi y el vagón anterior. No pude hacerle frente: era más rápida, más fuerte y más hábil que yo en todos los aspectos. Parecía anticiparse a mis intenciones y movimientos. Me di por vencido. Mi teléfono y mi reloj habían perdido la señal del exterior. Tomé la maleta y me puse a caminar, avancé sin descanso como si mi terquedad fuera a superar a la incertidumbre.
Perdí la noción de las horas. Caminé sin cesar. Cambiaba de vagón cada cinco o siete minutos y me sentaba a descansar en las butacas que se desplegaban en dos hileras separadas por el amplio pasillo. De vez en cuando me cruzaba con un auxiliar que me invitaba a avanzar. Intenté varias veces cruzar algunas palabras con ellos. Nunca tuve éxito. Aprendí a calcular el tiempo usando mi pulso como la medida y pude estimar un día y una noche y acostumbrar a mi cuerpo a dormir al final de una jornada de varios vagones avanzados. Las butacas se convertían en camas muy cómodas. Normalmente había un libro de temas y autores de mi gusto. Con ellos me quedaba dormido. Tres veces al día me cruzaba con una bandeja de comida, servida unos metros más adelante. Era muy buena, debo reconocerlo. También me servían cerveza, vino y licor de mi gusto. Las veces que me sentí enfermo fui atendido por un médico que parecía tener respuesta a todos los síntomas y dolencias. Todas las mañanas, después de despertar, me acercaba al extremo del vagón donde había una puerta para ingresar al baño. Allí me aseaba todos los días. Había un baño al final de cada vagón. Todo estaba diseñado para que avanzara. Los vagones hacia atrás quedaban clausurados.
Un día se encendió un letrero en la puerta dos palabras destacadas: coche comedor.
Tomé mi maleta y la empujé adelante. Abrí la puerta: voces que sonaban a seres humanos llenaron el ambiente. Un anciano me saludó como lo hacen los rusos y me presentó a sus amigos y a sus hijos.
- Ella es Anastasia, mi hija.
Ana era una mujer de unos treinta años, muy guapa y cauta en sus modales. Sus ojos eran azules como el cielo y su rostro de anguloso escondía la sensualidad de sus labios, que no demoré en descubrir. Su cuerpo esbelto se elevaba sobre el mío. Me enamoré inmediatamente. No recuerdo cuánto tiempo compartimos entre el carro comedor, el carro dormitorio y la biblioteca. Entre esos carros había libertad absoluta de movimiento. Ya no me sentía atrapado. Pasó un tiempo y le propuse seguir adelante. Ella intentó convencerme de no hacerlo. Ante mi presión se decidió y nos fuimos sin que nadie supiera.
La monotonía no tardó en regresar. Ana me culpaba de la separación con su familia y yo guardé mi frustración. El tiempo se acumuló: los días, las semanas y los meses se sucedían sin esperanza. Éramos dos almas en el purgatorio.
Debemos convenir que a esta altura había concluido que la única forma de que el tren estuviese en ambos puntos a la vez, era que su longitud fuera equivalente al total del tramo que separaba a las dos ciudades.
Pero, como decía mi abuela, no hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla. Y llegó el día que se encendió un letrero que indicaba la salida. Corrimos a la puerta. Allí nos esperaba el maquinista y el personal. No reconocía a nadie y no tuve mejor idea que pegarle un golpe en la cara al único que me pareció humano. Volteé para ver si Anastasia me seguía. Se quedó mirándome en la pisadera sin un amago de duda en regresar para volver al coche comedor. La tomé de las manos, le hablé en ruso, le prometí el cielo. Se sacudió, mi miró con odio, se dio media vuelta y desapareció en la oscuridad.
Avancé por el pasillo de andenes con mi fiel maleta hasta llegar a la nave central de la estación. Me senté en este restaurante y lo primero que hice fue preguntarle al barman qué día y qué hora eran, él me respondió que eran las once de la mañana con siete minutos del mismo día que había salido de Moscú. Le pedí pruebas. Ahí estaba su teléfono y su reloj. Pedí más pruebas. Me indicó el tablero de itinerario y ahí estaba la fecha y las horas de llegadas y salidas. Descontando los minutos que me demoré en caminar entre la salida del tren y aquí, era exactamente la misma hora que había ingresado al tren en Moscú. Intenté calmarme. Pedí un enchufe y cargué mi teléfono. Al encenderse, confirmó las palabras del gentil barman que me regaló el vaso de vodka. Le escribí a mi doctor y a mi madre. Ambos me respondieron extrañados. Miré mi foto en la red social que usaba con más frecuencia. Allí estaba, once años atrás, allí mis amigos, mis hermanos, mis colegas. Observé con detenimiento mi reflejo en el espejo detrás de la barra: los años, los doce años han pasado por mi cuerpo, de eso no hay duda alguna, lo declaran las arrugas en mis ojos y mi frente, la barba canosa y mis músculos menos tonificados, el vívido recuerdo de Anastasia. Han pasado doce años y, sin embargo, hace unos minutos salí de Moscú en el tren instantáneo que está allá y aquí al mismo tiempo.
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