PISAC
dos meses atrás
Hace frío en Pisac, sobretodo de noche. El aire es delgado a más de tres mil metros de altura, el corazón se agita y parece salir del pecho. El cielo está cerca y el silencio es casi absoluto a doscientos metros del complejo arqueológico. Abajo, las luces de las casas aglomeradas alrededor de la plaza titilan como las estrellas.
Sebastián fue el último en salir; intentó apurar el paso, pero a pesar de que llevaba casi un año viviendo allí, no pudo hacerlo al ritmo que le hubiera gustado. Respiró profundamente, como si llenar sus pulmones le diera más chances de alcanzar a sus compañeros que bajaban más adelante, en dirección a la taberna, para celebrar el descubrimiento.
1492
El viento sopla desde el sur. El silencio domina el valle y los apus observan desde su inmensa paz la tierra del Tawantisuyo.
El pueblo duerme.
Wisa miró la noche desde la terraza que se extendía hasta el precipicio. Abajo, los andenes iluminados por la luz plateada de la luna parecían sonreír.
A pesar de que el sol volvería a regalar días más largos y la cosecha podría llevarse a cabo para alimentar al imperio, una sensación inquietaba al joven sacerdote. No sabía qué era, no podía colocarle un nombre ni asociarlo a una experiencia pasada. Era un estremecimiento que lindaba en la angustia. Ingresó a su habitación. La luna era más grande y brillante. Tomó con sus dos manos la vasija donde guardaba el yagé. El motivo que la adornaba no era casualidad: una serpiente se extendía en espiral hasta la tapa. Observó el rostro del animal y sus colmillos que advertían a quien se atreviera a beberlo. Sacó la rama y machacó hasta soltar un jugo blanco y viscoso como la leche, prendió fuego en el centro de su habitación y lo hirvió hasta que se redujo. Esperó unos minutos. La noche seguía en silencio. Un nuevo estremecimiento lo inundó y recordó a su padre y su abuelo y las historias que ellos le contaron de sus antepasados, todos chamanes de la misma tierra de la que él era ahora guía. Tomó la vasija y bebió. La textura y el sabor purgaron su interior. Sintió la fuerza vital que habita en todo, el camaquen fluyó por su mente y su cuerpo. Vio al jaguar que entró en sus ojos y se convirtió en sus piernas, vio al cóndor y se elevó sobre el apu más alto del valle. Entró en el agua y fluyó, fue viento invisible, roca estática y eterna. Apareció una enorme serpiente y se subió a ella. Le llevó al norte por montes y bosques, cruzó ríos y vio pueblos que nunca había visitado, llegó a la orilla del mar donde nace el sol, era de día y el calor arreciaba. Vio a hombres y mujeres desnudos, vio a lo lejos una enorme embarcación con una cruz roja que resaltaba sobre el blanco de las velas, vio unos botes acercarse, los botes brillaban como pequeños soles. Vio a los nativos morir por una peste, los vio morir cruzados por espadas brillantes.
Wisa gritó en su sueño y también en su cuarto. Su grito rebotó en los muros de granito y en la pared del monte donde yacía el cementerio y las tumbas que parecían descolgarse de la roca. Despertó a los muertos que vieron lo mismo que vio él; les mostró a ellos, que pululaban en el espíritu de las cosas, al monstruo de cuatro patas y su coraza de metal plateado, la bestia con brazos de espada y ojos de fuego. Los muertos vieron la sombra negra que montaba aquella bestia y gritaron como un gran crujido que rebotó entre las montañas.
Un muchacho llegó corriendo y observó al sacerdote llorar con las dos manos tapando su rostro. Se quedó paralizado ante la desesperación de quien consideraba la persona más sabia del imperio. Miró a su alrededor y no vio nada que pudiera amenazar la noche. Wisa abrió los ojos y le pidió grabar en su memoria las siguientes palabras: "viene el fin del mundo, una nueva pacha se aproxima, monstruos que nunca hemos visto tomarán el Tawantisuyo, la sangre y la peste vienen con ellos, la suerte está echada, el destino cambiará de camino. No podremos contra sus armas, pero sí contra sus pestes. El camaquen seremos nosotros: tal como hacemos con el cuero que convertimos en protección de nuestros pies o con las piedras que tallamos y las encajamos en muros para que nos protejan del enemigo y del frío, nuestro cuerpo lo convertiremos en una fortaleza para que la peste no lo destruya". El chico, que recién había ingresado a la adolescencia, retrocedió dos pasos, visiblemente turbado por la revelación. Comenzó a temblar. El sacerdote notó en sus facciones aterradas el brillo infantil del hijo menor de Túpac Yupanqui. “Tito Cusi, eres el predilecto de tu abuelo, serás Sapa Inca. Tendrás en tu espalda la responsabilidad de preparar la defensa y protegernos de los invasores. Tendrás la obligación de trabajar en la tierra, adelantar el conocimiento, convertir nuestra sangre en una fortaleza”.
El chillido de un ave desvió la atención al cielo, tenía sus alas extendidas. ¿Seguirá gobernando el cóndor, después de que desaparezcamos?
PISAC
un día antes
Cientos de alertas de mensajería instantánea comenzaron a retumbar en la oficina del laboratorio. No había nadie para leerlas, todos habían bajado al pueblo.
El bar de Atahualpa Milesi era lo más cercano a una taberna occidental y los muchachos lo visitaban con frecuencia para distraerse de la rutina y el tedio que muchas veces les obligaba su investigación.
Las imágenes de la pantalla no tenían sonido, no era necesario; los aldeanos preferían escuchar música a gran volumen para acompañar la cerveza o la chicha que les anestesiaba el cuerpo después de un duro día de trabajo con la tierra. La retransmisión del fútbol cambió a la de un noticiero que alternaba imágenes de un presentador con otras con gente abarrotando supermercados y hospitales.
“Si todo está bien hecho tenemos nuestro pasaporte al Nobel”, dijo uno de los muchachos, visiblemente alegre por efecto del alcohol de chicha de jora que había tomado. Los otros levantaron sus vasos y brindaron por aquella posibilidad.
Un hombre se puso de pie para reclamar por la falta de cerveza. “No molestes”, respondió el dueño del boliche, un mestizo que le decían "el italiano", por haber heredado el color de piel y los ojos de su padre, “agradece que después de una semana sin puente todavía quede algo”. Todos rieron, siempre lo hacían cuando el cascarrabias les hablaba como si fuera el profesor de un salón de niños revoltosos. “El puente ya está listo y transitable, por si alguien se quiere marchar", corrigió el capitán García que, en ese momento entraba con dos policías de franco para cerrar la jornada con una cervezas. “¡Entonces sacaré las reservas!”, gritó el dueño del bar y ordenó a uno de sus empleados ir a la bodega y traer las últimas cajas, en medio del aplauso de sus clientes.
La pantalla del televisor quedó en negro y la luz se apagó por un instante hasta que se repuso por el motor de emergencia que tenía el pueblo para suplir las fallas constantes del servicio eléctrico.
Las imágenes regresaron y el destello de luz atrajo la atención de Marina Costa, observó las imágenes del noticiero que interrumpía la programación habitual y sintió por una fracción de segundo que algo no estaba tan bien como creía.
SALERNO
nueve días antes
Leonardo Zamolo colgó el teléfono y reanudó su camino. Se veía preocupado. Nadie se extrañaba verlo así porque siempre lucía como si el mundo o la vida, o las dos cosas, fueran a acabarse en cuestión de minutos. Pero ahora, en su interior, una excitación mezclada con angustia activó en su memoria el momento que eligió Salerno para realizar el experimento final que pondría a prueba su idea de cambiar el mundo desde la fuente de sus problemas.
Prácticamente todo Sequentia, su laboratorio en Princeton, lo había trasladado al edificio medieval de la ciudad que lo vio nacer y que había sido la cuna de primera universidad europea. Zamolo amaba las coincidencias y, si deseaba cambiar el futuro humano, debería tener su nuevo inicio allí.
La luz aséptica que entraba por los modernos vidrios templados mudó a otra ahumada por los cristales ancestrales que refractaba la luz del sol en hermosos y antiguos colores. Mientras abría una enorme puerta de madera, que crujió sobre sus bisagras de bronce, recordó el poema de Parménides: allí están las puertas de los caminos de la Noche y del Día, sujetas entre un dintel y un umbral de piedra, altas hasta el éter, cerradas con ingentes hojas, de las que la Justicia fecunda en penas guarda las llaves maestras. ¿Cuántas cosas habían influido en sus decisiones, cuántas ideas, cuántas personas? Pensó en Baruch Spinoza y en su idea del conatus, de la capacidad de la vida para perseverar en su existencia. ¿Y si esa es, precisamente, la causa de los problemas humanos? ¿Y, si esa capacidad, que se convierte en obsesión, en guerras, en voluntad de poder, fuera inhibida? ¿Qué sucedería?
“¿Cómo estás?”, preguntó Zamolo a la muchacha recostada en la camilla. “Bien”, respondió ella, controlando su nerviosismo. “¿Estás lista?” La chica asintió en silencio.
Después de un par de minutos, Fiorella dormía profundamente. Zamolo dio la orden y comenzó a fluir el gas que fue aspirado con miles de nano robots que ingresaron a su cuerpo, ellos deberían navegar hasta encontrar las conexiones sinápticas y coparlas. Esto era fundamental para cumplir la primera parte del experimento: leer los pensamientos y las emociones de la muchacha.
El escáner de memoria fue accionado.
Las imágenes aparecieron. Los recuerdos tenían forma de películas, otras de imágenes quietas, unas sucedían con una gran velocidad, otras parecían transcurrir en cámara lenta. Las acciones y pensamientos estaban teñidos de ideas preconcebidas, de prejuicios y opiniones, no había nada, ni siquiera el recuerdo de las primeras impresiones, que no tuviera un sesgo, producto de un tamiz cultural. Realidad y ficción, eso era lo que ocurría cuando los presentes vieron, observaron y palparon los sonidos, los olores, e incluso algunos sabores y texturas de los recuerdos de Fiorella. Muchos de ellos reconocieron pasajes comunes, la última etapa de sus vidas los había involucrado en el proyecto y más que colegas, la amistad los había comprometido emocionalmente.
Zamolo recordó las inquietudes que lo abrumaban. ¿Un algoritmo que interpretara la mente en códigos sensoriales? ¿Un algoritmo que inhibiera selectivamente recuerdos y comportamientos aprendidos, que inhibiera la persistencia en existir? Los recuerdos están hechos de sustancias químicas y se pueden matematizar, fue su mantra durante muchos años y ahora lo estaba poniendo a prueba en el más estricto secreto, en un lugar simbólico, con profesionales de primer nivel.
Visiblemente afectado, Zamolo se secó los ojos. ¿Grabaron todo?, preguntó. Giacomo Zileri, el técnico que controlaba a la máquina, asintió detrás de un vidrio.
Después de una hora, Fiorella despertó. No sintió nada especial, solo la sensación de estar invadida en su privacidad más íntima. Al ver a Zamolo sentado al frente sintió vergüenza. Pudor era una mejor descripción. Zamolo sonrió paternalmente y ella se recompuso mientras era preparada para la segunda parte del experimento.
Cusco
1521, Palacio de Coricancha
Era de noche y la capital del imperio dormía bajo las estrellas. Huayna Cápac sintió la brisa acariciar su rostro cuando salió del pasillo techado e ingresó a la plaza central del palacio. Los dos soldados que lo flanqueaban se detuvieron a su costado. Dos enormes antorchas iluminaban el centro, donde los esperaba el Sumo Sacerdote y el mensajero que había llegado del norte hacía un par de horas. El inca los observó con ojos ansiosos. La profecía que había revelado Wisa, cuando él era un adolescente, estaba grabada en su memoria. De aquello habían pasado más de veinte ciclos y el sacerdote ahora era el WillaqUmu.
Huayna Cápac se sentó. El mensajero proveniente del norte estaba muy nervioso y no esperó la autorización para hablar. Al principio su voz sonó inaudible, pero fue elevándose hasta que terminó casi gritando: Ca hualahom caan, ca nolpahi peten, ca ix hoop i, u hum ox lahum ti ku, ca uchi, noh hai cabil, ca lik i, noh itzam cab ain, tz ocebal u tan, u uutz katún, lai hun yeciil, bin tz oce bal, u tan katún. El inca observó al muchacho, un joven recién convertido en adulto. “Un tlitantli”, le había comentado Wisa, un funcionario como los chasquis que recorrían los caminos de su dominio. El WillaqUmu le ordenó que repitiera lo que había dicho para que el intérprete pudiese traducir. El muchacho estaba aterrado, pero no era miedo al poder del Inca, no. Los rumores y mensajes que habían traído los Apus hablaban de otra cosa, de una amenazada mayor. El mexica se dispuso a hablar, pero ahora en náhuatl, idioma que el traductor interpretó de la siguiente forma: “entonces se divide el cielo, se levanta la tierra entonces, y entonces se revelan los trece dioses. Se produce una gran inundación en la tierra, entonces se levanta el gran Itzam Cab Ain. El fin del mundo es el repliegue del katún, es una inundación que pondrá fin a la palabra del Katún”.
Huayna Cápac miró a su Wisa esperando una explicación. Wisa intentaba darle sentido a lo que estaba sucediendo. El mensajero habló primero de la profecía maya en un dialecto de los pueblos de la península, y luego usó el idioma del imperio azteca. Notó en su mano izquierda un amuleto que apretaba con fuerza y se lo pidió y caminó a una de las antorchas para observarlo mejor. La piedra tenía la forma de un pequeño disco plano, tallado en uno de sus lados. Su impresión fue grande al reconocer la imagen de Tonatiúh, el dios Sol de los aztecas. Apuntó con su dedo al centro y miró al muchacho a los ojos. Respondió que el sol se estaba escondiendo, que Quetzacoatl había salido del mar, que venía acompañado de unos hombres con barba que montaban unas bestias plateadas de cuatro patas. El Wisa titubeó y tomó asiento. Le preguntó por las enfermedades y el tlitantli alzó su rostro en señal afirmativa. Usó la palabra peste y dijo que más morían de las enfermedades de los hombres barbudos que por sus armas.
Queda poco, anunció el WillaqUmu mirando a los ojos del emperador. Se aproxima la nueva pacha.
SALERNO
Siete días antes
Una vez que los sensores indicaron que se ampliaban las ondas cerebrales y el ritmo respiratorio de Fiorella se pausaba, el técnico digitó una clave en la pantalla de cristal. Sueño delta, dijo otro al ver que una barra sobrepasaba una línea de límite. Zamolo se quedó unos segundos observando el hermoso rostro de la chica como si en ella estuviese depositada la esperanza de la humanidad.
Las instrucciones a los nano robots fueron activadas. Durante tres horas, los científicos observaron las micro máquinas desarrolladas en Sequentia actuar selectivamente en diferentes zonas del cerebro y sus procesos neuronales.
Al amanecer el trabajo estaba hecho y la muchacha despertó.
“Hola Fiorella”, el siquiatra a cargo le habló mientras revisaba su pulso. La muchacha se quedó en silencio, miró al doctor y luego recorrió el laboratorio con su mirada. Su expresión era diferente, cargada de temor y sorpresa, sus ojos reflejaban algo silvestre, primitivo, algo extraño, imposible de explicar. “Hola Max”, respondió ella y se sentó para abrazarlo. Max la miró sorprendido, y la abrazó con ternura. Fiorella le había pedido mantener su relación en secreto, pero ahora parecía haber superado el temor a la reacción de su padre. Leonardo Zamolo se acercó. “Papá, ¿qué sucede?” Zamolo sonrió.
Detrás del vidrio de seguridad, Giacomo Zileri observó la actividad cerebral y no vio cambios relevantes, todo seguía como si nada hubiese ocurrido. Llamó por el intercomunicador a Zamolo y le describió las lecturas. Zamolo escuchó atento. Fiorella se recostó después que su padre le susurrara algo al oído y fue llevada al escáner de memoria.
El rastreo se puso en marcha y los resultados fueron sorprendentes. Los recuerdos habían sido alterados selectivamente. Donde había huellas de clasismo, donde la devoción religiosa y sus marcas emocionales generaban una parálisis supersticiosa, todos los recuerdos, las huellas emocionales, los relatos sesgados acumulados en el tiempo y que el algoritmo de Zamolo identificaba riesgoso, fueron eliminados del registro mental de Fiorella. En su reemplazo las relaciones causales y temporales se unieron bajo criterios éticos y estéticos resultantes de lo que quedaba. Los prejuicios y las ideas preconcebidas estaban proscritas de su personalidad.
SALERNO
cinco días antes
“De ahora en adelante, la ley natural, la ética, la lógica y la virtud humana norman la vida de mi hija”. Giacomo recordó las últimas palabras de Zamolo, palabras dichas en un tono solemne similar a la que un loco mesiánico podría entonar.
El muchacho analizó todo aquello, tenía muchas dudas sobre las consecuencias de sus resultados. El dueño del laboratorio había dado por terminado el largo día y ordenó a todos retirarse descansar el fin de semana. El trayecto entre la universidad y su departamento había sido más largo de lo común. Los pasos en la calle de adoquines retumbaban contra los muros de los edificios antiguos que la encajonaban. Miró al cielo azul. Unas nubes marcaban el movimiento del tiempo, la brisa de la tarde golpeó su rostro.
Frente al televisor, con una pizza en la mano, se preguntó por qué alterar el curso de la historia. El descubrimiento de Zamolo podría hacerlo, sin duda. ¿Cómo sería el mundo si se eliminara el bagaje cultural, las capas de experiencias, de aprendizajes y evolución humana que fluía, como un enorme río, donde se mezcla agua, barro y escombros?
Una discusión amorosa se asomó por la ventana, pero Giacomo se encontraba absorto con sus pensamientos, ¿Qué quedaría borrado?, ¿qué no?
Los pensamientos lo atormentaban. La noche llegó y se fue sin que pudiese dormir.
Muchas ideas pasaron por su cabeza: el insomnio y el cansancio, la comida chatarra que había ingerido los últimos cuatro meses y la cerveza en exceso se sumaban a la presión y la exigencia de Zamolo que había destruido su vida. Recordó su admiración por él y la contrastó con la realidad, su obsesión por el poder, por el control, por el reconocimiento mundial que había desnudado en cada uno de sus comentarios, en cada una de sus órdenes. Pensó en su amor silencioso por Fiorella y la estúpida resignación a no decirle nada. Imaginó el fin del mundo, en manos de aquel que detentara el control de aquella invención. Imaginó las consecuencias médicas y sociales. ¿Qué sucedería cuando Zamolo manipulase los recuerdos, la misma historia de la humanidad? Era capaz de eso, sin dudas. Pensó en la esclavitud, recordó las imágenes del holocausto judío, en las masacres masivas. Ahora no habría nada de eso, un ejército de zombies, de soldados, de inútiles podría ser el resultado del control masivo de los pensamientos.
¿Y si todo se salía de control?
Zamolo había preparado una conferencia de prensa para dos días más y quería llevar a Fiorella. Su hija. ¿Qué clase de padre, qué clase de hija?
Esperó que despuntara el domingo y regresó al laboratorio, descendió los muchos metros que protegían al laboratorio de la superficie, accionó los sensores biométricos que le daban acceso a los niveles más profundos del proyecto. Ingresó y observó el recipiente de acero donde estaba guardados suficientes nano robots para alterar los recuerdos de millones de personas. Y lo que más le preocupaba era la capacidad de replicación que tenían ellos mismos para reproducirse. “Son como los virus, los virus son mi inspiración, criaturas perfectas y letales, criaturas muertas sin un organismo al cual adosarse y depredadoras cuando lo tienen a mano”. Recordó palabra por palabra la confesión de Zamolo en una de las muchas noches que los habían dejado a ellos dos mirando los resultados en las pantallas. Se propagarían por el aire como el más efectivo de los virus. Bastaba el viento, el agua, que alguien exhalara o estornudase para que los nano robots flotaran como el polen, buscando un huésped donde accionar sus instrucciones.
Sin pensarlo más, Giacomo escribió algunas órdenes en el computador central que le permitieron llegar a la función de destrucción.
Sin embargo, algo salió mal.
PISAC
Al regresar a las habitaciones todos se miraron sorprendidos al ver que las tablets y los teléfonos tenían alertas de mensajes pendientes de responder. Sebastián revisó los suyos, más de veinte conversaciones preguntando cómo estaba, si se había enterado, que sintonizara la televisión o un servicio de noticias en internet. Respondió, pero del otro lado nadie los vio.
Marina estaba revisando sus emails y escudriñando ansiosa varias páginas webs. Intentaba conectarse por chat, pero nadie le respondía. Camilo y Doménica se acercaron y los demás hicieron lo mismo, todos mirando la pantalla que se movía al ritmo inerte de la publicidad de viajes y cursos especializados.
Saltó una burbuja en la base de una de las páginas. Contenía una sola palabra: nano robots. Todos se miraron sorprendidos.
La palabra se quedó flotando por largos segundos. “Qué sucede Giacomo”, escribió Marina. “Nano robots”, se volvió a escribir, pero ahora las letras demoraron más en construir la palabra “¿Dónde?” “En todo el mundo. Pandemia”. “De qué hablas”. “¿Dónde estás ahora?” “A una hora de Cusco, aislada por la caída de un puente”. “Quédate ahí”. La cámara se prendió. “Qué pasa”, interrumpió Pablo. “¿Quién es?”, preguntó Giacomo. “Son mis colegas, estamos aquí hace unos meses”. El rostro de Giacomo estaba tenso. Mariana movió la cámara y registró a sus colegas. Giacomo hizo lo mismo y apuntó la suya al televisor. “Miren esto”, dijo. Las imágenes estaban sin sonido. Las letras impresas en la base de la pantalla indicaban un atentado en Sequentia. Mariana se tapó la cara con sus dos manos y gritó una maldición en un dialecto siciliano. Ella conocía lo que allí sucedía, los experimentos con tecnología aplicada a los procesos neuronales. La obsesión de su fundador por la memoria.
Sebastián se apresuró y encontró algunas referencias en los archivos de la universidad. “Leonardo Zamolo, fundador de Sequentia, famoso por sus descubrimientos y experimentos. Díscolo y soberbio, fundó su compañía de biotecnología como reacción a sus disputas con Craig Venter, el pionero en el descifrado del genoma humano”.
Hizo correr un video.
“Estoy aquí no como enemigo de Venter ni como dueño de Sequentia, sino como un soñador y un idealista… No solo seremos capaces de manipular la genética para reparar nuestro cuerpo o hacerlo más longevo, sino para afectar sus recuerdos y editarlos. Imagino el fin de las guerras, que no son otra cosa que la continuidad de diferencias que se trasladan de generación en generación… Seremos capaces de borrar los argumentos que fundamentan las desigualdades, los conflictos… Imaginen una sociedad donde no exista la historia como referencia para nuestro comportamiento futuro. Como animales inteligentes podemos mejorar nuestra calidad de vida y como producto de las fuerzas evolutivas, la cooperación, la adaptación y la competencia son las únicas reglas que no podemos eliminar. Probablemente ellas actuarán y nos presionarán, pero sin dudas al no tener el lastre de la historia, la humanidad tendrá una segunda oportunidad”. El silencio de la sala era el mismo que el del auditorio donde Zamolo habló.
“¿Amnesia?”, preguntó Pablo. “Así es”, afirmó Giacomo al otro lado de la pantalla, alternando su mirada nerviosa entre ellos y algo en la sala donde estaba, que le incomodaba. “Esto es ridículo”, dijo Sebastián, “¿estás diciendo que todos se convierten en una especie de zombies?” “¡No seas idiota! ¡mira bien!”, Mariana indicó las imágenes de televisión que mostraban a mucha gente desorientada, caminando hacia quizás dónde. Entre ellos conversaban, intentaban encontrar respuestas. Las imágenes saltaban a otra escena con mucha gente ayudando a los moribundos por accidentes. Camilo notó que nadie narraba. Era cierto, las cámaras se seguridad apostadas en todas partes transmitían lo que sucedía en diferentes lugares del mundo y eran retransmitidas por las principales cadenas de televisión del mundo.
Un sonido cortó el momento. Giacomo miró al costado horrorizado. La puerta estaba abierta. En cuestión de segundos su rostro cambió, sus ojos se vaciaron y miró la pantalla. “¿Quiénes son? ¿Qué es esto?”, preguntó. Mariana intentó explicarle nuevamente que eran sus compañeros de trabajo. Giacomo se puso de pie, se retiró y la cámara quedó registrando el muro inerte de atrás.
Se quedaron en silencio, mirando la pantalla. Uno de ellos dijo algo y todos salieron del centro de investigaciones y bajaron al pueblo. Nada parecía haber interrumpido la tranquilidad de Pisac. El comercio había cerrado temprano por la ausencia de turistas y quedaban sólo algunos borrachos intentando encontrar el camino a sus casas. Un chasquido luminoso fue seguido por un trueno. Del norte corría viento y en el sur se estaba formando nubes, la luna llena había aparecido y su luz plata iluminaba sus contornos.
Mientras descendían, Sebastián recordó el comentario de un amigo: si se produce el fin del mundo, al Perú llegará dos semanas después. De una forma extraña, eso lo tranquilizó como quien compra una semana más de vida.
Al llegar a la comisaría se encontraron con el alcalde y el jefe de la policía, ambos estaban nerviosos. “Señor Gutiérrez, qué sucede”, preguntó Mariana, asumiendo un liderazgo que a nadie incomodó. “Usted debería responderme, señorita, recibimos mensajes y llamadas desde Lima, todas muy extrañas, sin sentido. En la radio y la televisión, las noticias notificaban de una epidemia muy contagiosa. Intentamos saber más pero ahora parece que una ola se tragó al mundo. Nadie contesta, ni de Cusco ni de Urubamba, ni de ninguna parte”.
Esa noche nadie pudo dormir. El viento y el silencio se alternaban. La naturaleza había dejado de ser un refugio para la tranquilidad y la reflexión, ahora parecían unos extraños, unos desconocidos que no parecían estar ni cerca ni lejos.
Machu Picchu
1572
Kunaq miró a Wallarana, su mujer. El tiempo no había transcurrido en vano. Le había dado un hijo y creció como Wisa había ordenado. Chicán había fue destinado a ser marido de Illatiqsi mucho antes que nacieran ambos. Los dos le había regalo una nieta nacida el día en el que llegó la noticia de la muerte de Tupac Amaru en manos de los invasores. Las últimas palabras del inca se habían quedado grabadas como fuego en la memoria del anciano y de todos quienes las escucharon de boca del chasqui que tenía como destino la ciudad sagrada de Llaqtapata: Ccollanan Pachacamac ricuy auccacunac yahuarniy hichascancuta. Kunaq lloró las palabras y las gritó contra el monte joven: Ilustre Pachacamac, atestigua cómo mis enemigos derraman mi sangre.
Es el fin, dijo en voz baja. Wallarana se acercó y lo miró en silencio, de pie, en posición rígida. Kunaq la observó con ojos tristes: llegó el momento, le dijo, Pacllcha debe estar lista. Ha estado lista desde que Wisa vio este día llegar, le respondió la anciana.
Illatiqsi y Chican entregaron a su hija a Kunaq, que había sido investido como el último Willaq Umu, después que su antecesor fuera ejecutado por los españoles. Los reflejos plateados de la noche rebotaban en las flores que ya se abrían bajo la primavera. La luna no salió aquella noche, el cielo estaba despejado, las estrellas brillaban al ritmo de los animales nocturnos que parecían cantar de felicidad. Kunaq pensó que aquello era una buena señal y su ánimo mejoró.
El sonido grave del pincullo se alargó por los cerros circundantes y regresó como un suave eco vibratorio, que remecía el fondo de lo existente cuando la quepa marcó el ritmo solemne y lento del ritual. Un músico parado sobre un promontorio de la ciudadela sopló el pututo, de la concha del caracol marino salieron notas que llenaron el cielo y los cuerpos de todos quienes participaban del ritual. Hileras de hombres y mujeres vestidos con trajes largos, con sus rostros como máscaras, pintados con pintura blanca rodearon la fogata que se alzaba en el medio del patio central. Al medio estaban Kunaq y los demás sacerdotes.
La música se detuvo cuando ingresó, en brazos de su madre, Pacllcha.
Los sacerdotes prepararon un brebaje agregando raíces, hojas y polvos, lo revolvieron durante media hora y dejaron decantar. La niña dormía profundamente. Illatiqsi la despertó cuando el WillaqUmu le dio la indicación. La niña vio a su alrededor, miró a su abuelo ataviado como Sumo Sacerdote, se asustó al estar rodeada de hombres y mujeres sin expresión, se asustó por la música de los tambores que se había reanudado y por el frío. Miró a su madre. Kunaq ordenó mostrarla al fuego, era necesario que su rostro estuviese iluminado. “Pachacamac”, gritó el Sumo Sacerdote, “llegó el día que temíamos. Aquí está tu pueblo, aquí está la heredera de la Pachamama en cuya sangre y su descendencia quedará para siempre la herencia del pueblo inca”. Kunaq llevó la vasija sobre la cabeza de la niña, la presentó al fuego y se la ofreció. Luego bajó el líquido a la altura de la nariz de la criatura, el aroma que expedía le gustó y abrió la boca y el sabor le pareció bueno y se tomó el contenido en varios tragos. Ella es Pacllcha, la flor mágica, cuyo vientre abrirá la eternidad a nuestra sangre. Ella es Pacllcha, la resistencia y la virtud. Pachacamac, mírala a los ojos, el fuego de tus hijos la ilumina para que no te olvides de ella. La niña se quedó en silencio, mirando directamente al fuego y luego alzó la vista hacia el centro del cielo, donde se aglutinaban las estrellas”. La música cesó y cesaron los sonidos de las aves y el viento se calmó y la temperatura se elevó hasta hacerla agradable a la piel. La niña estiró sus brazos hacia Kunaq y él la tomó en brazos. Ella le regaló una sonrisa y luego gritó como lo hace un niño cuando se golpea con una roca, gritó fuerte, tanto que al terminar perdió el conocimiento.
Al despertar Pachllcha, su sangre, su cuerpo y su herencia habían cambiado para siempre.
Cusco
hoy
Atahualpa Milesi dejó su camioneta en la entrada del hotel Hilton Garden y bajó por una escalera que daba a un par de cuadras de la plaza de armas. La imagen de los cuerpos inertes seguía flotando en su memoria. Tuvo que esquivar taxis, mototaxis y micros que habían sido abandonados por sus choferes. La gente caminaba y conversaba de una forma que le pareció muy extraña. Algunos atendían a aquellos que se habían accidentado. La ciudad parecía otra.
Recordó el susto que le provocó el ruido de la camioneta de los científicos. Saltó de la cama y corrió hacia afuera. El frío era demoledor, pero la imagen del vehículo acelerando hacia el puente, a unos metros de distancia de su casa, le obligó a correr al primer piso y avanzar hacia la carretera. Gritó una y otra vez sin que ninguno le hiciera caso. Observó el rostro de todos ellos, sus miradas inocentes, aterradas como niños que no saben dónde están. Sus gritos. Recordó los aullidos antes de que se estrellaran contra la base del puente.
Entró a una bodega y pidió un paquete de galletas y una botella de agua. El dependiente se las pasó y rechazó las monedas, no sabía para qué servían. Milesi entró a una tienda y sacó una mochila grande y la llenó de provisiones, una linterna, pilas y un botiquín de primeros auxilios. Caminó hacia la avenida del Sol. Los turistas conversaban con los lugareños, el idioma español se intercalaba con el quechua y el inglés como si no hubiese fronteras entre ellos. Entró al banco, no había ningún funcionario en sus puestos, las oficinas estaban vacías. Milesi se acercó a una caja y sacó todos los dólares en billetes disponibles. También lo hizo con los soles y todo lo metió a la mochila. Algo en él le decía que nada de eso ya le serviría. Subió corriendo a su camioneta, pero todo el camino estaba atestado de vehículos detenidos que impedían el paso. Miró un semáforo que seguía funcionando y esbozó una sonrisa nerviosa. Caminó hacia las afueras de la ciudad y encontró una Land Rover con la llave puesta en el contacto. Se subió y fue a un grifo. Llenó el estanque de gasolina y otros tres bidones que encontró en la tienda.
“¿Qué sucede, italiano?”, preguntó el capitán Bienvenido García, el jefe de la policía del Pisac. “No sé capitán, pero lo que pasó aquí está pasando en otras partes” “¿Y por qué a nosotros no nos afectó?”, preguntó. “¿Y por qué la luz viaja a la velocidad de la luz?”, respondió Atahualpa con su acostumbrada ironía.
Lima
tres días antes
Lucas Marchant llegó a la hora de siempre a la clínica. La rutina que se había impuesto para evitar el tráfico lo obligaba a levantarse muy temprano, cuando la mayoría recién despertaba. Al llegar encontró una caja de DHL en su escritorio. Un sello de veinticuatro horas y la palabra “urgente” escrita a mano le hizo buscar el remitente sin éxito. El despacho había salido de la ciudad de Salerno, Italia. Se sorprendió porque no recordaba haber comprado algo procedente de aquella ciudad. Tomó una nota mental, una más de las tantas que tenía como pendientes.
Abrió la caja de cartón, dentro había otra de acero inoxidable, sellada con un envoltorio plástico transparente. Al destaparla, una hoja cayó al suelo. La firmaba Alejandra Usher. Se quedó unos segundos paralizado, Alejandra era una chica que conoció en Bogotá en sus años de universitario. Hacía poco ella lo encontró en Facebook y habían intercambiado unas palabras por chat. En aquellos años estudiaba bioquímica y luego supo que había ganado una beca en Princeton para realizar sus estudios de post grado. Allí conoció a la hija de Leonardo Zamolo, el famoso científico que trabajaba con Craig Venter y de quién se desligó para crear Sequentia. La disputa entre Venter y Zamolo se hizo famosa porque ambos se arrogaban la creación del primer organismo vivo artificial. Después de su separación, Zamolo continuó con su investigación enfocada en incorporar ingeniería genética y tecnología a la inteligencia artificial en los procesos biológicos. Fue noticia mundial cuando anunció la solución a una de las principales causas de muerte en el mundo: la cardiopatía isquémica. La creación de nano robots que pululan por e cuerpo buscando y limpiando las venas y arterias fue noticia mundial. Alejandra trabajaba con un equipo de científicos jóvenes y brillantes que querían cambiar el mundo. “Es un proyecto excitante”, le había dicho esa vez. Tomó en la carta y se apresuró a leer.
“Querido Lucas,
Te parecerá muy extraño que te envíe esta carta junto a una caja de metal. Sí, es muy raro, tanto como todo lo que está sucediendo aquí y lo que sucederá dentro de poco en todo el mundo. Esta caja tiene adentro una vacuna en la que he estado trabajando a la par de un experimento que he venido desarrollando junto al equipo de Leonardo Zamolo. No puedo darte muchas explicaciones, es muy complejo. Hubo un accidente muy grave. Aquí, en el laboratorio están intentando contenerlo, pero a la larga será imposible. Se trata de un virus, pero no es biológico, son nano robots que trabajan a nivel neuronal. Zamolo desapareció y nadie puede cambiar el algoritmo que genera la instrucción con la que operan. En la caja hay dos dosis, una con el virus y otro con una cura que desarrollé en secreto, pero que aun no se ha puesto a prueba porque falta agregar un componente. Necesito que confíes en mi. Te estarás preguntando por qué tú y no otro. En Perú se encuentra un laboratorio instalado en Pisac por la Universidad de Princeton donde trabajan unos amigos del doctorado. Ellos han descubierto un gen resistente, producto de una mutación que sólo se ha presentado en algunos habitantes de Los Andes. Sus sospechas apuntan a los antiguos sacerdotes incas llamados WillaqUmu. Lo que se viene es catastrófico, quizás el día que te llegue esta caja ya será noticia. Busca a Marina Costa, ella está a cargo del proyecto en Pisac, su número es este. Llámala cuanto antes.”
Dejó la carta sobre el escritorio y se sentó. Tomó su teléfono y marcó sin éxito, colgó y abrió Twitter: las noticias de una nueva epidemia estaban circulando, pero también las del fútbol y las de política. Encendió su laptop y buscó primero en los medios locales y, luego, en los internacionales. Miró de reojo su móvil y vio el primer Breaking News de CNN, y otro de la BBC. Encendió la radio y escuchó para ver si mencionaban algo al respecto. Escuchó: “Las últimas informaciones que tenemos provienen de Italia donde la población a salido a las calles. Las autoridades han decidido aislar la ciudad de Salerno, el posible foco de la infección.”
Lucas buscó una imagen en vivo y la encontró en la RAI. Lo que vio era muy extraño: gente caminando y conversando en las calles, autos estrellados contra otros o contra edificios. Los accidentados eran auxiliados por quienes pasaban por allí, pero no se veían ambulancias, ni personal médico con equipos. Algunos gritaban horrorizados y se tapaban los oídos ante el ruido de los helicópteros que sobrevolaban la ciudad. La imagen de una nave cayendo sobre el mar horrorizó al presentador que narraba los hechos desde algún estudio de televisión lejano. Luego cayeron otros más hasta que se perdió la imagen.
Levantó el teléfono y llamó a su esposa. Ella le habló de lo mismo que él había visto. Intentó comentarle sobre lo de la caja, pero prefirió encontrarse en la casa con ella y sus hijos. “Recoge a los niños ahora”. “Pero, amor, no creo que sea tan grave”. “Lo es, lo es y prepara todo para irnos a la casa de campo”, repitió impulsado por una reacción inconsciente. Metió la carta dentro de la caja, tomó su mochila y el casco. Su asistente le miró desconcertada, no era normal ver a su jefe nervioso. Levantó la mano y se despidió. No dijo nada. Caminó al estacionamiento, se cruzó con uno de sus socios. “¿Te enteraste de lo del virus?” Su socio levantó la mano saludando, estaba concentrado en una llamada telefónica. “Ya vuelvo”, atinó decir un segundo después y enrumbó a su moto para regresar a toda velocidad a su casa.
Benjamín Edwards
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