El marco y la crítica
Vicente Ferrer
Walter Benjamin acuñó dos grandes ideas: el autor como productor y la literatura como mercancía (La tarea del crítico, 105). El triunfo del capitalismo y la irrupción de la tecnología como motor de progreso, a inicio del siglo pasado, confluyeron para dar vida a estas ideas que marcarán una parte importante de la crítica cultural hasta hoy. El crecimiento de las clases medias y la reconfiguración de la forma de producción y consumo generaron enormes tensiones entre la emergente cultura popular y la cultura como se entendía hasta ese momento: la alta cultura. Quizás por eso, Theodor W. Adorno afirmó que “cuanto más total es la sociedad, tanto más cosificado está el espíritu y tanto más paradójico es su intento de liberarse por sí mismo de la cosificación” (Crítica a la cultura y a la sociedad, 29). La globalización de los paradigmas y la estandarización de los gustos deja menos espacio para la irrupción del espíritu humano en su excelencia intelectual y creativa. “El espíritu crítico (continúa Adorno), si se queda en sí mismo, en autosatisfecha contemplación, no es capaz de enfrentarse con la absoluta cosificación de tuvo entre sus presupuestos el progreso del espíritu, pero que hoy se dispone. Desangrarlo totalmente” (Crítica a la cultura y a la sociedad, 29). Adorno levanta una alerta con la forma de denuncia: la totalización vista como un sistema social que impone una cultura única o como una totalización de las formas de producción que buscan satisfacer las necesidades de una masa de personas ajenas a la cultura como él la entiende, son una amenaza mortal a las formas de conservación y de creación de la cultura desde la Ilustración hasta fines del siglo XIX.
La sociología y la psicología social han desarrollado el concepto “marco”. George Lakoff indica que marco se denomina a las “estructuras mentales que moldean nuestra visión del mundo” (No pienses en un elefante, 11), lo que define los objetivos y los planes que nos trazamos, y la forma en la que actuamos. Modificar estos marcos genera un cambio social. Cuando se insertan conceptos, modismos o modas influenciados por un substrato ideológico estas estructuras mentales se reafirman, se erosionan o cambian, dependiendo de si se encuentra consolidado, en decadencia, o si irrumpe con novedad o violencia. Se puede entender, por lo tanto, la crítica de Adorno al jazz en su marco, en el sistema de creencias donde fue formado y educado (fue alumno del Alban Berg, por ejemplo), en la esperanza de excelencia del espíritu humano y en los marcos generales en los que operaba hasta ese momento la crítica. En este contexto para él, el jazz, tiene “indudable la presencia de elementos africanos” (Moda sin tiempo,128) y “es un manierismo de interpretación” (Moda sin tiempo,129). Es imposible no hacer referencia a la teoría del Orientalismo de Said en cuanto a la forma en la que discrimina la música docta del jazz, haciendo una diferenciación entre lo propio y el resto con ecos del colonialismo, de las indias o del mundo insular exótico. Adorno cae en la trampa de criticar al jazz partiendo de la premisa de lo ajeno y lo primitivo. Sin embargo, y a pesar de ello, su análisis parece tener un trasfondo mayor, relacionado a una profunda insatisfacción con la poca rigurosidad con la que sus colegas aplicaban al análisis del fenómeno emergente que significaba el jazz como música de masas y no como música docta. En este sentido, la crítica al jazz es un ejemplo de cómo un crítico debe abordar un tema desde el más profundo compromiso del análisis. Como un cocinero experimentado que pela una cebolla, bate la clara y la yema, maneja el calor en un sartén, conoce la cantidad exacta de mantequilla y el tiempo que necesita una omelette, parece indicarnos cómo un crítico debe ser capaz de comprender el objeto criticado, utilizar las herramientas de análisis como ingredientes, tener un método adecuado para tal fin, un conocimiento del asunto que le permita abordar el problema y tener puntos de comparación que permitan encontrar el valor o el residuo de lo criticado. Adorno detecta en su época un síntoma que se generalizaría en las décadas futuras: la incapacidad y la incompetencia del crítico en encontrar el valor real y perdurable de los aportes culturales en el arte. Para Adorno el jazz no es comparable a la composición de música clásica ni menos a una interpretación que requiere de talento y rigurosidad. El jazz es primitivo no por provenir de África, sino por esconder en un empaque de improvisación una estructura primitiva y previsible que limita más que libera al genio creador. Borges parece estar de acuerdo con Adorno cuando compara los orígenes del tango con los del jazz. Dice Borges, “según todos, el tango surge en los mismos lugares en que surgiría, pocos años después, el jazz en Estados Unidos. Es decir, el tango sale de las “casas malas”, refiriéndose a los burdeles y prostíbulos de Buenos Aires. (El tango, 33). Edward Said también parece acercarse a Adorno cuando habla de música por cuanto descubre y describe a la excelencia musical en la especialización y profundización creativa e interpretativa. Pone como ejemplo que “el virtuosismo de Gould no estaba diseñado meramente para impresionar y, en última instancia, alienar al oyente-espectador, sino para atraer al público por medio de la provocación, la dislocación de las expectativas y la creación de nuevos tipos de pensamiento basados sobre todo en su lectura de la música de Bach” (Música al Límite, 353). Una apreciación crítica exigente permite entender que un extraordinario intérprete es capaz de generar nuevos tipos de pensamiento, que el intérprete permite reinterpretar el arte y generar un nuevo nivel de comprensión sobre él mismo.
Pero, ¿qué pasa en un mundo donde el autor es un productor y la literatura, y el arte por extensión, una mercancía? Más, aún, teniendo en cuenta que la técnica permite a todos ser productores de contenidos y los medios de reproducción y de comunicación son dictados por algoritmos que refuerzan los gustos y las preferencias de un enorme grupo de personas, ¿dónde quedan las élites artísticas?, ¿qué sucede con la capacidad crítica de alto nivel?, ¿está condenada a refugiarse en ecosistemas alejados del mundo, incapacitada de ejercer alguna influencia? La denuncia de Adorno sobre el jazz es similar a la que hacemos hoy de las fake news o de las ideologías de la posverdad. La crítica, podríamos afirmar, es una de las pocas tablas de salvación que tiene la cultura para discernir la verdad evidenciando la falacia y el error.
“Los otros me ven, pero yo nunca tendré la menor idea de lo que ven”, dice Clément Rosset (Lo invisible, 39) en su ensayo sobre lo invisible. Esta afirmación revela la necesidad de contar con puntos de apoyo para generar coincidencias comunes en los que una apreciación al mundo se pueda dar. Pero, aquí es donde se genera el problema central, se acepta de buen grado “como cierto que la “verdad” de la lengua, de la imagen, de la música, no se sitúa en el campo de su eclosión natural, sino en alguna parte en su interior” (Lo invisible, 19). En el mundo de la crítica, la verdad se encuentra en otro lugar, lejos de lo que es y de lo que se muestra. Llegar a ella requiere una comunidad de conocimiento y de un marco para llegar a un consenso y aceptación. El trabajo del crítico se aleja del mundo porque el mundo (literalmente, todo el mundo) está en la capacidad de producir y reproducir contenidos, de opinar y formarse una opinión sobre algo (incluso sobre el Jazz o el Reggaetón). Esas críticas, por muy primitivas que sean, se basan en hechos y cosas obvias y visibles, se desprenden literalmente de los que se ve, se escucha o se palpa. Los efectos dejan de ser emocionales e intelectuales para ser sensoriales. “Lo que nos dice la música pasa con la música y debe ser encontrado en su propio decir, no fuera de él… la música nunca dice más que lo que dice” (Lo invisible,19). Lo demás son interpretaciones. Igor Stravinsky consideraba que la música “por esencia es impotente para expresar lo que sea… Si la música, como casi siempre suele ocurrir, parece expresar algo, no es más que una ilusión y no una realidad” (Crónicas de mi vida, 63). El crítico debe ser capaz de leer entre líneas, seleccionar los hilos que sirven para tejer la cultura, unir la tradición, expandir las fronteras, identificar los saltos creativos y agregarlos al cuerpo del acervo.
La crítica, por tanto, debe tener un aspecto relacionado con la verdad y otro con la realidad. La realidad se sitúa en un espacio temporal dominado por un marco, la verdad no es afectada por el tiempo sino por estado del conocimiento. Ambas pueden cambiar. La realidad cambia cuando el marco cambia. La verdad cambia cuando el conocimiento cambia. La idea de que el universo rotase alrededor de la Tierra fue una verdad, las observaciones y el conocimiento definieron ciertas fórmulas que así lo fijaron. Los hechos se adecúan a las evidencias. La realidad en ese tiempo indicaba que la tierra era el centro del universo, de lo que se desprendía una relación directa entre un dios y una creatura capaz de comunicarse con él. Todo cambió con el avance del conocimiento y la fijación de una nueva verdad: la Tierra es uno de tantos objetos que daban vuelta al sol. Un golpe de conocimiento creó una nueva verdad, la que, a su vez, definió una nueva realidad que nos privó de la herencia divina y obligó a centrarnos en nuestras capacidades, dando inicio al humanismo y a la ilustración. Parafraseando a los existencialistas: “el hombre mismo crea su situación” (Teoría de la comunicación humana, 240).
En 1992, Jean Baudrillard anunció que “la especie humana empieza a producirse a sí misma como un residuo” (La ilusión del fin, 120). El residuo como un fenómeno humano está relacionado con la basura, lo inútil y contaminante por extensión. La técnica, los algoritmos, las ideologías y los mecanismos de intercambio se automatizan dejándonos afuera del mundo tangible, somos nosotros mismos residuos de nuestros procesos. La inmediatez, la banalización, lo efímero complican la capacidad de observación y de abstracción. “Necesito más tiempo para pensar”, pedíamos cuando nos sentíamos obligados a profundizar en algo. Hoy las máquinas procesan por nosotros haciéndonos creer que el procesamiento es equivalente al pensamiento. Las expresiones artísticas son expresiones residuales de un genio que es castigado por la contingencia.
¿Y el crítico? Es posible que deba tomar o retomar el rol de identificador y seleccionador de la basura respecto de lo que sirve. Peter Sloterdijk señala que un mundo que impulsa la eliminación de las fricciones y de las tensiones privilegia el éxtasis del sujeto libre (y por tanto subjetivo) sobre el estrés del sujeto en la realidad objetiva (Estrés y libertad, 49). Podríamos anunciar la necesaria existencia de un grupo de vigilantes de la inconformidad. El mismo pensador parafrasea que la verdad es un proceso de desocultamiento (Sin Salvación, 187) y, quizás, sea importante regresar a esta idea para entender que existen ciertas constantes que necesitan ser develadas bajo estrictos criterios críticos y de críticos que no vayan a caer en la trampa del marco o de la contingencia. La realidad es una máscara que no necesita ser removida, sino interpretada a la luz de la verdad, y la verdad es otra máscara que necesita ser interpretada a la luz del conocimiento.
El primer desafío de la crítica es evitar las trampas de la contingencia. La contingencia es el medio en el cual se produce un objeto o proceso artístico y como tal está sesgado por un marco. La crítica, debe ser capaz de descubrir qué es aquello que aporta a la cultura y por qué lo hace. El segundo, es retomar el rol de afectar el mundo con sus apreciaciones sobre la producción cultural (y, por extensión, social) y no caer en la doble trampa de segregarse a círculos cerrados o de convertirse en un fenómeno pop y superficial como el que Adorno critica. El tercero es retomar la senda de descubrir el valor y no solo la basura, descubrir y reconocer el valor atemporal de lo producido contingentemente para agregarlo al vasto acervo humano que, en última instancia, es lo que nos va a proteger de convertirnos en un producto residual de nosotros mismos.
Bibliografía:
Benjamin, Walter. La Tarea del Crítico. Hueders, 2017.
Adorno, Theodor W. Crítica a la Cultura y a la Sociedad. Akal, 2008.
Lakoff, George. No pienses en un elefante. Península, 2017.
Adorno, Theodor W. Moda sin tiempo. Ariel, 1962.
Borges, José Luis. El tango. Sudamericana, 2016.
Said, Edward. Música al límite. De Bolsillo, 2008.
Rosset, Clément. Lo invisible. El cuenco de plata, 2012.
Stravinsky, Igor. Crónicas de mi vida. Alba, 2005.
Watzlawick, Paul. Teoría de la comunicación humana. Herder, 1997.
Baudrillard, Jean. La ilusión del fin. Anagrama, 1997.
Sloterdijk, Peter. Estrés y libertad. Godot, 2017.
Sloterdijk, Peter. Sin Salvación. Akal, 2011.
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