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domingo, 3 de noviembre de 2024

La vespa rosada (cuento sin corrección publicado en Seisdedos)

La Vespa rosada

Sebastián Lohengrin


Desperté de un salto con el timbre del teléfono. Era mi papá quien llamaba para confirmar si seguía en pie la visita a la tienda de motos. 


Llegó puntual, como siempre.

–El día lo merece – dijo, un poco agitado.

Tenía razón, las nubes parecían almohadas, la brisa era suave y fresca, perfecta para ir caminando hasta mi casa. Pedí un taxi. Me preguntó por las niñitas, sus amigas, las notas y el colegio. También por mi marido como quien lo hace por un proveedor que nunca cumple. Hablamos sobre mi trabajo, si tenía algún plan para las vacaciones de colegio; me ofreció su departamento en la playa sabiendo que sus nietas amaban el mar. Le agradecí con un beso en la mejilla. Le pregunté qué haría en la tarde. Me miró sorprendido y recordó lo dicho ayer. Se extrañó de mi descuido, yo también: nunca olvidaba asuntos como ese, menos si él me pedía algo. Le confirmé que sí, que iría al evento.

Llegamos a la tienda. Mi papá se puso a mi lado y me habló de esta y de esa moto. La Vespa era su preferida.

–Si, Vespa es una gran moto, su padre tiene muy buen gusto –me dijo el vendedor, quien me ofreció dar una vuelta. 

Después de pasear quedé convencida de que era lo que buscaba. Ahora tenía que seleccionar el color.

–Si te compras la rosada, te la regalo –dijo mi papá. La sorpresa se convirtió en una carcajada cuando propuso pagarla con su tarjeta de crédito. No era raro en él, siempre fue impulsivo.

–Aquí tiene –me dijo el vendedor cuando me dio los papeles– con dos cascos de regalo.

Fui a buscar a mi papá, pero se había perdido entre las camionetas y los autos que poblaban la enorme tienda.

Llegó la moto, solo había que hacer un trámite que no impedía que la llevara en ese momento. Grité como una niña: 

–¡Saquémonos una foto! 

Nos pusimos el casco y nos sentamos, él atrás y yo adelante, saqué una selfie y la mandé al chat que tenía con mis hijas y mi marido. Arranqué el motor y salimos de la tienda.

–¡Nos vemos más tarde! –se despidió mi papá cuando lo dejé en su edificio. En ese momento me invadió la clara consciencia de ser su hija y la responsabilidad de no fallarle.

Llegué a la dirección. Había mucha gente, todos vestían muy elegantes. Pregunté por Vicente Ferrer, mi papá. Un señor, cuya cara me era familiar, me indicó hacia dónde debía ir. Allí estaba, vestido con un terno oscuro, una camisa nueva y la corbata que se había puesto para mi matrimonio. 

–Te ves muy guapo –le dije. 

Me sonrió y dió algunas instrucciones. Fui por acá y por allá, supervisando que los mozos hicieran bien su trabajo, que cada cosa estuviera en su lugar. Debo reconocer que conocían muy bien su oficio y que no tuve nada que corregir. Pensé en mi marido y en lo aburrido que hubiera estado en esta situación. La nota que había dejado en la casa de regreso de la compra de la moto lo pintaba de cuerpo entero: “salí con las niñitas a almorzar, te veo en la iglesia” ¡Qué sorpresa se llevaría al ver la Vespa rosada!

Pasaron los minutos y el lugar se llenó de gente. Una señora muy arrugada se me acercó.

–Soy tu tía Rosa, no te acuerdas de mi, yo te vi nacer –me dijo. Demoré en responder hasta que la encontré en mi memoria.

–Usted es mi segunda madre, decía mamá cada vez que llegaba mi cumpleaños y recordaba el milagro de mi nacimiento.

–Sí, hijita, soy tu madre de sangre. Así me bautizaron ella y tu papá.

Recordé el día de la muerte de mi madre, yo era una joven que se había ido a estudiar fuera del país junto a mi hermano, él se quedó y yo me regresé. El tiempo se encargó de colocar todo en su lugar y convertir a mi padre en el centro de mi vida. 

La música sonó más fuerte. La canción de una banda de los setenta, creo que de Emerson Lake and Palmer, arrancó con una balada, luego otra, esta vez de U2 y otra más, con la voz profunda del vocalista de Pearl Jam. Vi a mi padre sonreír entre el mar de gente que se mezclaba a su alrededor. Él amaba la música, quizás por eso mis gustos eran exigentes.

De un momento a otro el silencio se hizo grande. Busqué a mi papá, pero no lo encontré. Caminé entre los invitados. Reconocí a varios, todos amigos suyos; algunos se me acercaban para intercambiar algunas palabras y otros se mantenían entretenidos en sus conversaciones. A lo lejos divisé a mi marido y a mis dos hijas. Llevaban vestido y pelo amarrado. 

–¿Qué hacen acá? ¿Pasó algo? – me pregunté con curiosidad.

Antes de obtener una respuesta, vi aparecer a varias amigas. Algunas de ellas del colegio y las demás de la universidad. Una me saludó con cariño. 

–¡Pensé que estabas muerta! –bromeé. 

Ella rió.  

–Las malas lenguas me mataron antes de tiempo.

Mi padre y mi marido habían tejido una trampa. Los imaginé confabulando a mi espalda. ¿Vendría mi hermano? Un estallido de felicidad invadió mi corazón. ¿Quién más que yo podía unirlos? En eso pensaba cuando una mujer se acercó y tomó de las manos a mis dos hijas y se las llevó. Pregunté quién era ella. No tuve respuesta. Un amigo de mi esposo lo abrazó y le dio un beso en la mejilla como los que se dan los hermanos. La mujer que había llevado a mis hijas regresó, se puso en medio, arqueó sus brazos para que los hombres cruzaran los suyos y los acercó a un grupo que conversaba animadamente. Sentí la mano de mi padre en el hombro y me dio un suave empujón para avanzar. En ese momento una puerta se abrió. 

Al otro lado había una capilla. La luz de la tarde ingresaba por los vitrales, que le regalaba al momento una paz y una calidez que no veía desde mi infancia en el colegio. Me senté entre mi hija mayor y mi padre. Un sacerdote subió y nos pusimos de pie. Agradeció la presencia de todos en un día tan especial. Las miradas se movieron de un lugar a otro. El cura recitó el acto penitencial. No me sentí muy cómoda. ¿Una misa? Mi papá se había convertido con la edad en una persona muy religiosa. Quizás encontrara importante celebrar el evento con una ceremonia tan formal, pero ¿qué se celebraba? Últimamente ir a una iglesia obedecía a causas muy concretas: un matrimonio, un bautizo, un aniversario. Este año habíamos ido varias veces para preparar la primera comunión de mi hija mayor. ¡Por supuesto! Recordé la nota de mi marido y solté una carcajada. Llegó el Gloria y sentí el fervor que alguna vez tuve de niña. Mi marido se puso de pie para leer la primera lectura. Su voz parecía enrollarse entre las palabras del libro: “También yo me presenté a vosotros débil y temblando de miedo….”. Una canción triste fue la cuña entre la lectura y el salmo. Mi mejor amiga apareció a mis espaldas y avanzó larga y distinguida como siempre. Ahora parecía una torre un poco encorvada y pasada de moda. Se calzó unos lentes de cristales gruesos. 


“El Señor es quien salva a los justos,

él es su alcázar en el peligro;

el Señor los protege y los libra,

los libra de los malvados y los salva

porque se acogen a él.”


Se produjo una pausa. No volaba ni una mosca. El ruido de la calle era imperceptible. Mis hijas se pusieron de pie, ambas llevaban unos papelitos en las manos para leer las peticiones. Al caminar al púlpito noté cómo habían crecido. El tiempo pasa volando. En ese momento, tuve una reacción como las que produce el agua fría en la espalda. Dí un brinco, salí al pasillo y me abrí paso. Grité desesperada. Intenté correr, pero mis pies eran pesados como botas de plomo. Sentí que todo giraba y caía sobre mí como si fuera un remolino en medio del océano. En ese instante fui lúcida. Ví que la mayoría de los rostros eran máscaras y que muchas miradas convergían en mí. Escuché la respiración del sacerdote, el olor insoportable de las flores. Observé a la mujer que tomó la mano de mi marido entre las suyas y el anillo de compromiso que había pertenecido a mi suegra. Vi un atril con una enorme imagen impresa. En ella aparecía yo con mi papá montando la Vespa rosada. 

–Pedimos al señor por nuestra mamá en el séptimo aniversario de su muerte, para que esté con mi abuela y mi abuelo disfrutando del cielo al lado de Dios.

–Pedimos por mi abuelo –dijo mi otra hija entre lágrimas– que acompañó a mi mamá al cielo.

Llegué al pie del altar. Nadie me hizo caso.

–¡Aquí estoy! –grité con toda mi fuerza–. Hija, ¡mírame! - Era como si gritara contra el viento. Desesperada, giré donde mi papá. Fui con él, apuntó con sus ojos la foto, a la imagen de quienes fuimos y dejamos de ser.

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