Profanación
Sebastián Lohengrin
Llegué a Santiago el 26 de diciembre del 2019 para visitar a mi familia, en especial a mi padre, convaleciente de cáncer. Desde el diagnóstico fui a visitarlo una vez al mes, excepto en octubre, por un viaje programado a la India y, en noviembre, por los desórdenes sociales y los pendientes del trabajo. Durante ese tiempo, vi cómo su cuerpo y sus facultades comenzaban a degradarse. La inevitabilidad era algo con lo deberíamos convivir.
El 27 me subí a la bicicleta para ir a la Plaza Italia y conocer de primera mano los efectos del Estallido Social. La impresión fue grande, enorme. Nunca pensé que lo que leí y escuché por terceros iba a tener un correlato tan parecido a lo que experimenté cuando caminé por Providencia, por la Alameda, por Merced, por José Miguel de la Barra, por Bustamante y Vicuña Mackenna. Pocas veces en mi vida había sucedido que los testimonios fueran tan parecidos a la evidencia.
Letrero destruido, entrada de Metro Salvador. Foto del autor del texto.
Al llegar al Bombón Oriental, su letrero de vidrio amarillo colgaba quebrado y agonizante, sus vitrinas protegidas con planchas de madera eran testigos de la furia humana que pasaba noche a noche por el barrio. La única señal de vida era una puerta provisional que se abría para atender a sus clientes más fieles. Pedí un café turco y lo tomé de pie, apoyado en una mesita interior de madera. Miré las fotos enmarcadas, fotos de toda la vida, que retrataban hermosos paisajes de los Lagos del Sur y de Valdivia. La dueña me comentó que La Fuente Alemana de la Alameda había sido incendiada y destruida por completo. Devastado por la noticia miré la tacita blanca, me sumergí en el color sin brillo y espumoso de la superficie, sentí el sabor intenso, el polvillo final que se posa en la garganta y esa sensación terrosa que tanto me gusta.
El viaje a la India lo hice con mi esposa y un grupo de personas que conocí en el viaje. El tercer día, en la noche, el 20 de octubre, durante el trayecto que une Delhi con Pushkar, escuché Radio Bío-Bío y vi el programa de Fernando Villegas que tituló “Insurrección en Chile”, cuya tesis era que todo había sido causa de una gran conspiración. Mis compañeros de viaje, ninguno chileno, me preguntaron de qué se trataba, la imagen de Chile de un país ordenado y respetuoso se había caído a pedazos. Esa noche, en la terraza de un restaurante a más de diez mil kilómetros de distancia, hilé explicaciones y comentarios para mis compañeros de viaje, para el chat de mis amigos de colegio, para el que tenemos con la familia. Tenté una explicación cuyas causas se remontaban diez años atrás, nadie me hizo caso, todos tenían su teoría.
Foto del programa del 20 de octubre 2019.
Foto de pantalla del celular del autor del texto.
Saliendo del café, mi padre llamó por teléfono. Estaba feliz, porque el médico había extendido su esperanza de vida unos meses más y nos invitó a sus hijos y a su mujer a almorzar.
Vivir una situación que requiere de inteligencia, voluntad y cintura para ser resuelta se convirtió en una bomba de tiempo que reventó con una violencia inusitada para el carácter gris y tranquilo de los chilenos. Chile estaba desahuciado, no sabemos si tenía el diagnóstico claro o nunca lo tuvo. Recordé un estudio realizado por una empresa extranjera, allá por el 2014 que indicaba que más de la mitad de la población del país vivía según lo que el contexto definía como signos de éxito y prosperidad, un tercio de los chilenos tenía hambre y el resto lo hacía de lo que no podía pagar. En marzo de ese año analicé en mi blog el lenguaje de dos países, Argentina y Chile. En Argentina se instalaron conceptos como “capital concentrado”, “ley de lealtad comercial” y “precios cuidados”, llamaban a esa narrativa el relato oficial, en oposición al relato de quienes querían hablar sobre la realidad. En Chile se ponía de moda “lucro”, la palabra más poderosa de la década. Poco después saltaron los escándalos del grupo Penta, la colusión de precios de las farmacias, del papel higiénico y el descalabro de las universidades fachada. La profecía autocumplida. El poder del lenguaje comenzó a superar al poder económico. En junio de 2016 vine de visita y fui testigo de la destrucción del Cristo de la iglesia de la Gratitud Nacional. Profanar lo sagrado es un acto de rebeldía, muchas veces criminal. Lutero clavó noventa y cinco tesis para protestar contra la Iglesia Católica, el estado islámico sistematizó la destrucción de la memoria histórica y sagrada de Irak.
Las calles del centro de Varanasi son un laberinto, de noche emergen seres que caminan como fantasmas y se pierden en los recovecos que parecen ser sus albergues, de día encarnan su miseria en la basura, el caos vehicular y el desorden. La ira es la más intensa de las emociones y su fuente yace en el sentimiento de injusticia que, muchas veces, se expresa como impotencia. En Chile la miseria vivía puertas adentro, hacia afuera todo parecía discurrir ejemplarmente, con una dignidad con tejado de vidrio. Los escándalos y alborotos se acumularon en los corazones, en los bolsillos y en la moral de muchos.
Un intocable y el autor del texto en el casco antiguo de Varanasi. Noviembre de 2019. Fotos del autor del texto.
Entre los hindúes, los budistas y los jainistas no existe una rebelión de castas donde los intocables pasan por cuchillo a los comerciantes, esto puede deberse a la mezcla de determinismo y libertad que convive en su sistema moral y social. Determinismo por haber nacido en una casta y vivir según sus preceptos aceptando el destino. Libertad, porque pueden cambiar esta posición y ascender hasta que se produzca el Moksha, el desprendimiento del cuerpo y la liberación del alma de los deseos e impulsos humanos que los atan a lo terrenal. La vida de un hinduista (de un budista y del jainista) es un estado transitorio en constante movimiento gracias a sus reencarnaciones ¿Para qué perder el tiempo haciendo guerras o revoluciones si es mejor invertirlo para ascender en la escala de la salvación personal?
De pie, bajo el monumento profanado del general Baquedano, sentí el estremecimiento de la desacralización absoluta que luego observé en las iglesias, en las estaciones de metro, en los árboles centenarios, en el comercio, en todo aquello que parecía ser parte de un sistema de vida que nadie cuestionaba. Aquí y ahora, era el lema de esta explosión. Si hay que quemar el país, hagámoslo.
Estatua del general Baquedano en Plaza Italia el 27 de diciembre. Foto del autor del texto.
En el Ganges el canto de las mujeres se mezcla con las figuras que dibujan en la arena, símbolos sagrados que llaman al buen destino y desaparecen todos los días con las crecidas del río. Dimos un paseo en bote, en medio de dos lanchas quedó atracada una vaca muerta. En la orilla mujeres, hombres y niños se bañaban como si nada. Todos los años en Varanasi se creman más de ochenta mil cuerpos. Hay asilos de ancianos que vienen a morir a esa ciudad con la esperanza de liberarse. Vida y muerte conviven. Vida y muerte conviven en Santiago, quizás desde cuándo. Caminé por Providencia hasta el cruce con la avenida El Salvador, quedé pasmado con lo que vi. Llamé a mi padre y a mis hermanos, no iría a almorzar con ellos, quería ser testigo de primera mano de la destrucción de un lugar al cual amé de joven.
Playa del río Ganges: mujeres en ritual, símbolo sagrado en arena, amanecer. Noviembre de 2019. Fotos del autor del texto.
El impacto y la sorpresa fueron mayúsculos, el destrozo y el vandalismo se mezclaba con otra cosa, con una emoción expresada en los dibujos, en los mensajes, en las demandas y exigencias de criaturas que necesitaban una catarsis. Las palabras faltaban, las imágenes eran necesarias. Caminé en silencio y grabé en mi memoria lo que aquellos jóvenes querían expulsar y pedir al mundo.
Muchas voces se alzaron desde el 18 de octubre del 2019, luego quedó el lumpen a merced de la incompetencia del gobierno y de las demandas de la oposición. Esas voces, las primeras, las reales y honestas, escribieron sus mensajes en los muros y en las calles. Las revoluciones son desordenadas y nos toca, a quienes queremos entenderlas, identificar sus causas y a sus actores para advertir con anticipación las señales de un nuevo descontento.
Imágenes del recorrido desde Plaza Italia a Pedro de Valdivia por Providencia. Fotos del autor del texto.
Esa mañana terminé en la Fuente Alemana de Pedro de Valdivia, en lo que consideré el último bastión del Chile antiguo. Mi padre almorzó feliz y esperanzado con su mujer y mis hermanos. Mientras disfrutaba una cerveza, pensé en la India y en su profundidad, un país con cuatro mil años de historia, invadido por decenas de imperios y con cada nuevo ciclo una capa adicional de sabiduría agregada en su gente. Pensé en Chile, país adolescente, pensé en sus diferencias y en la rabia acumulada, en las brechas que no habían dejado de ampliarse desde el regreso a la democracia. Pensé en Varanasi, la ciudad más antigua del mundo, en su religión, en sus creencias tan primitivas. Pensé en la importancia de la religiosidad como pegamento social, pensé que cuando falla no existe una opción para encontrar un refugio en momentos de sufrimiento y angustia. Pensé en la importancia de la cultura, del conocimiento, de la necesidad de empatía y generosidad. Pensé en la violencia. Pensé en mi padre, en la muerte que toca la puerta, una muerte con rostro y fecha cercana. Disfruté el último trago de cerveza, pagué la cuenta, admiré la pericia de las maestras en la preparación de los lomitos y los churrascos y el ánimo de los comensales que ponen en pausa su vida cuando saborean la mezcla de pan, salsas y carne. Recordé la imagen de la Fuente Alemana de La Alameda, la furia que pasó sobre ella. Rogué al dios que estuviera disponible que no traspasara el límite de Pedro de Valdivia, que así como el Bombón Oriental, pudiera sobrevivir al cambio de época.
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